CUANDO VENGA
“Cuando venga, ay, yo no sé con qué le
envolveré yo, con qué!” Esta es la hora precisa para recordar ese exquisito villancico
que Gerardo Guillén ponía en los labios de María en las vísperas nerviosas del
nacimiento de su Hijo.
Reconociéndose como una niña, ella iba
dirigiendo la misma pregunta a la luna y a la brisa, al arroyuelo que canta su
sonata con labios de plata, al ángel del
Señor y finalmente a José, si es que él lo sabe. “Con qué manos le tendré, que no se me rompa, no, con qué”.
La delicadeza de esos “versos divinos”,
como los titulaba el poeta, no puede ser frívolamente desdeñada en este momento.
Sin embargo, a muchas personas pueden parecerles muy alejados de la inestable realidad
en la que nos encontramos.
Es evidente que estamos atravesando tiempos
de crisis y pandemia, tiempos de desencanto y de frustración, tiempos de miedo y desesperanza. En el mejor de los casos, un espíritu
creyente puede lamentar que con eso hayamos de envolver al Niño.
Sin embargo, un mínimo conocimiento de
la historia nos dice que “nada hay nuevo
bajo el sol”. Es preciso recordar que todas las épocas han estado marcadas por sufrimientos
y angustias, por desequilibrios y por malos augurios de futuro.
Todo tiempo está marcado por la
incertidumbre. El creyente no puede ignorar que hoy se pone a prueba su fe y su
fidelidad a la palabra del Señor. Pero también el no creyente observará que sus
certezas son puestas a prueba cada día
que pasa.
Con todo, la cultura griega nos dejó en
herencia las cuatro virtudes cardinales, que constituyen una buena guía para
unos y otros. Actuar con prudencia, justicia, fortaleza y templanza implica y
genera una cierta seguridad para tomar y seguir un buen camino.
Por su parte, el cristiano sabe que esas
cuatro virtudes han sido enriquecidas e iluminadas por las tres virtudes
teologales, es decir, por la fe, la esperanza y la caridad. Teologales porque nos llevan a Dios y, sobre todo, porque
provienen del mismo Dios.
En tiempos de crisis, como en tiempos de
calma, creemos en Dios porque sabemos que él cree en nosotros. Esperamos a Dios
porque nos consta que él sigue esperando algo de nosotros. Y amamos a Dios
porque ya hemos experimentado que él nos ama.
Cuando el Niño venga seguramente tendrá
que sentir y sufrir la dureza de nuestros pesebres. El tendrá que saber que la
aspereza marca y endurece todo lo que somos y tenemos, lo que pensamos y legislamos,
lo que hacemos y padecemos.
Pero aun nos queda un poco de ternura y
de buena voluntad. Trataremos de envolver al Niño con los suaves paños de esas
virtudes que hemos recibido de los cielos. Es lo único que tenemos para
acogerlo con dignidad en nuestra tierra que es la suya.