PABLO VI Y LA INMACULADA
El
día 8 de diciembre de 1959, fiesta de la Inmacuada Concepción de la Virgen
María, el cardenal Juan Bautista Montini pronunció en la catedral de Milán
un discurso que iniciaba con estas
preguntas: “¿Qué es lo que veis? ¿Qué imagen refulge sobre nuestro horizonte
humano?”. Él mismo respondía evocando tres ideales de toda persona.
•
En primer lugar, todos deseamos ver una humanidad perfecta. Pues bien, María es
el icono de esa sociedad a la que nos gustaría pertenecer. En María podemos ver
realizado lo mejor de nuestro ser. En ella no hay mancha ni corrupción.
• Es verdad que todos estamos contaminados por la
suciedad de este mundo, pero soñamos con la limpieza total. Ya sabemos que no
es fácil conseguirla. Pero en María podemos descubrir ese ideal de la limpieza,
de la pureza sin mancha.
• Además, la belleza nos seduce a todos. Ahora bien,
la liturgia invoca a María como la “Toda hermosa”. En María descubrimos el
esplendor de la belleza porque en ella “tenemos un retrato de Dios no
enturbiado, no corrompido”. De la luz blanca nacen todos los colores y de la
figura de María destellan su dulzura, su bondad, su obediencia, su sabiduría.
Esta figura llena de perfección, de limpieza y de
hermosura suscita en nosotros la impresión de “una extremada delicadeza, como cuando nos
aproximamos a una vestidura limpia, cuando se posan nuestras manos sobre una
flor y temen desflorarla, contaminarla, ajarla, o cuando miramos la nieve
recién caída y nos maravillamos de esa blancura que siempre querríamos ver sin
mancillar”.
Las cosas perfectas han de ser defendidas, pero no
porque sean débiles, sino porque son preciosas. No nos equivoquemos. María nunca
fue débil. Es más, se mostró fuerte en todos los momentos de su vida. Así que hemos
de aprender de ella. “No hay virtud si no hay resistencia, si no hay una
superación de obstáculos, si no hay algo de explosión, de energía”.
El cardenal Montini añadía una conclusión práctica. “La
virtud, la perfección humana, ha de ser defendida, debe ser salvaguardada”. Sin
embargo, la virtud no es debilidad y debe defenderse y fortalecerse a sí misma.
Debemos ser tan decididos a conservar los valores de la vida moral y de la vida
espiritual, que podamos responder con firmeza a los estímulos contrarios que
vamos encotrando.
Pues bien, el misterio de la Inmaculada Concepción nos
invita a buscar estos valores y a llevarlos a la vida diaria. Con todo, nuestro
amor a la virtud no solo ha de manifestarse en los actos exteriores. Debe
asentarse en el corazón, donde en verdad somos nosotros mismos.
Aquel discurso del futuro papa san Pablo VI terminaba con
esta invocación a María: “¡Oh Señora, danos la fuerza, danos la virtud, danos
tú lo que nos falta!”. Una sencilla oración que todos nsotros podemos hacer
nuestra.
José-Román Flecha Andrés