“Vino a su casa y los suyos no lo recibieron”
(Jn 1,11)
Señor
Jesús, te reconocemos como el Verbo eterno de Dios. Todo se hizo por ti. Por ti
que eres la luz que brilla de pronto en medio de las tinieblas, la verdad que disipa nuestras
dudas y desmiente nuestras mentiras, la vida que nos redime de nuestra
existencia rutinaria y mortecina.
Tú
eres el Verbo profético que nos libera de nuestra mudez, de nuestros silencios
orgullosos, cómplices y culpables.
Tú
eres el Verbo que pone en ridículo nuestra charla liviana y vacía, que condena nuestras
palabras groseras o procaces, que denuncia nuestras medias verdades, nuestras
mentiras y calumnias.
Tú
eres el Verbo que pone en nuestros labios palabras de apertura y generosidad, palabras
de amor y de compromiso, palabras de memoria y de esperanza.
Tú
eres el Verbo que nos impide simular pretendidas virtudes y disimular nuestros
oscuros vicios.
Por
eso te agradecemos que hayas venido a plantar tu tienda de campaña en medio del
campamento de nuestro peregrinaje. Este campo es tu campo y nuestro paso sería
perdidizo sin tu guía. Sin tu presencia nuestra vida sería triste y callada,
turbulenta y desnortada.
Pero
hay algo que me inquieta. Tú has venido a los tuyos y los tuyos no te han
recibido. Has venido a tu casa y la has encontrado cerrada, poblada de aullidos
y blasfemias.
Has
venido a mi casa que es tu casa y yo no te he agradecido el don de tu visita,
el esplendor de tu verdad, la caricia de tu aliento, el apoyo y la
seguridad que emanan de tu bondad.
Verbo
de la luz y de la vida, perdona nuestra sordera y nuestro desprecio. Tu palabra
es un sacramento de eternidad que en esta temporalidad nuestra merece ser
administrado con respeto.
Y
con todo, Verbo de Dios, yo sé y confieso que tu palabra de hombre es siempre y
para siempre una palabra de misericordia y de perdón.