“Le pondrán por nombre Enmanuel"
(Mt 1,23)
Señor
Jesús, ante el horror de los campos de concentración y de los millones de
muertos causados por las ideologías del último siglo, son muchos los que se
preguntan dónde estaba Dios.
Alguien
se ha atrevido a responder que Dios estaba precisamente entre los que eran
humillados, utilizados y sacrificados de la forma más cruel. Dios estaba en los
barracones de los prisioneros. Dios estaba entre los deportados a las estepas
nevadas. Dios estaba en los que caían fulminados junto al muro que los separaba
de la libertad.
Pero
también en los países que presumen de favorecer la libertad de los ciudadanos
cabe preguntarse dónde está Dios. ¿Puede estar Dios en un paisaje en el que
conviven el hambre y la corrupción, la presunción y la desesperanza? Es verdad
que ante esa inquietud caben al menos dos osadías.
No
tenemos razón cuando ante cualquier acontecimiento afirmamos triunfantes que allí
está Dios. Pero tampoco tenemos razón cuando, ante una vida desgraciada,
aseguramos que ahí no puede estar Dios.
Por
otra parte, Señor, tú sabes que muchas veces me he preguntado dónde estabas tú
cuando las tinieblas envolvían mi vida. Y todavía me pregunto dónde estabas tú
cuando me creía tan satisfecho y autosuficiente que pretendía olvidarme de ti.
Evocando
la profecía de Isaías, el evangelio de Mateo nos dice que el ángel del Señor
anunciaba tu nacimiento con un nombre que alivia nuestros temores y cura
nuestro orgullo.
Tú
eres el Enmanuel. Tú nos aseguras que Dios nos ama gratuitamente. Dios está con
nosotros. Tu presencia en nuestra tierra nos asegura que Dios está con la
humanidad. Dios está con nosotros. Y Dios está conmigo, aun en los momentos en
los que, como Job, yo hubiera preferido que Dios no me acompañara por el
camino.
Gracias.
Señor. Tú nombre es una revelación y una promesa. En ti descubrimos que la
esencia de Dios es su presencia. Bendito seas, Señor.