“Bienaventurado
el que no se escandalice de mí”
(Mt 11,6)
Señor Jesús, nuestros propios puntos de vista nos interesan más que
nuestros sentidos. Los defendemos con más fuerza que nuestros vestidos y
nuestros bienes. Nos encanta interpretar a nuestro gusto la figura y las
palabras de los demás.
Yo sé que en nuestra sociedad con mucha frecuencia acomodamos los hechos,
las personas y sus mensajes a nuestros propios intereses. Pero tengo que
reconocer que también yo caigo en ese defecto. Un defecto que, además, lo
considero a veces como una habilidad que me enorgullece.
Parece que lo mismo hacían contigo las gentes que te fuiste encontrando por
el camino. Seguramente, todos veían en ti a un personaje extraordinario. No
eras indiferente para nadie.
Tanto que Juan el Bautista un día te envío a dos de sus discípulos para
tratar de averiguar si eras el Mesías esperado o había que esperar a otro.
En lugar de usar los grandes discursos que a veces yo trato de hilvanar
para presentarme o defenderme, tú apelaste a tus obras. En realidad, ellas
hacían realidad las profecías sobre el Mesías que habían pronunciado los
profetas.
Pero añadiste una frase que me inquieta. Una bienaventuranza, como las que
eran habituales en tu pueblo: “Dichoso el que no se escandalice de mí”.
Durante mucho tiempo me costaba entender el significado de esta expresión.
Creo que querías advertirme de una grave tentación. La de tratar de ajustar
tu persona y tu doctrina a mis propios intereses, en lugar de ajustar mis
decisiones a tu misión y a tu palabra.
Hoy te pido que tengas compasión de esta cultura que te manipula a todas
horas. Y te pido misericordia para mí, porque a veces me empeño en ver en tu
mensaje un tropiezo para mis aspiraciones y proyectos.
José-Román Flecha Andrés