El
padre Segundo Llorente fue un jesuíta leonés (1906-1989) que dedicó cuarenta
años de su vida a asistir a los esquimales de Alaska. Sus cartas desde “el país
de los eternos hielos”, o desde “las lomas del Yukón”, alimentaron nuestra
fantasía juvenil y nuestra conciencia de la vocación misionera de la Iglesia y
de cada uno de los cristianos.
Elegido
por los mismos esquimales, sirvió durante dos legislaturas en la asamblea
legislativa de Alaska. Sus restos reposan en un humilde cementerio de Idaho,
destinado a los nativos y a los
religiosos que les han dedicado al menos veinte años de su vida.
Las
memorias del padre Llorente nos revelan no solo la profundidad de su fe sino
también el conocimiento de los habitantes de la “última frontera”, tanto los
nativos de la estepa como “los blancos” llegados en busca del oro, para establecer sus negocios o como oficiales
de la administración norteamericana.
Pues
bien, entre otros muchos datos sobre la cultura de los esquimales, llama la
atención una página sobre el final que les tocaba a los mayores:
“Cuando
en los viejos tiempos un esquimal se tornaba ya muy viejo para poderse valer
por sí mismo, había una extraña manera para eliminarle ‘sin dolor’, aunque a mí
no se me ocurre ningún tratamiento que traiga tanta angustia”.
En
muchos casos la familia debía trasladarse a otro campamento y la persona
anciana –fuera hombre o mujer- no podía ya moverse. Con frecuencia la familia
no tenía medios para llevarse a esa persona. Dejarla sola significaba
evidentemente su muerte.
Así
que “llevaban al hombre (o mujer) al río
helado, justo antes de que empezara a quebrarse el hielo, con algo de pescado
seco para prolongar la supervivencia. Cuando el hielo se quebrara, el viejo
esquinal sería llevado sentado sobre el hielo”.
Nuestra
imaginación nos lleva a hacernos muchas preguntas sobre los sentimientos de ese
anciano que quedaba solo –o sola-, tal vez durante días y noches, a una
temperatura de muchos grados bajo cero, para enfrentarse a una muerte cierta.
El
padre Llorente añade una nota que recoge los pensamientos de los nativos: “Había
una vaga esperanza de que algún pescador pudiera recogerle y cuidar de él”.
Esta
nota sobre los hábitos de los antiguos esquimales no puede escandalizarnos. De
hecho nos lleva a preguntarnos por las prácticas que los países desarrollados
están intentando legalizar en nuestro tiempo. La situación de necesidad ha sido
superada por los medios de los que dispone la familia y por la ayuda de las
instituciones sociales.
Pero nos asombra ver que también ahora se
alude a un sentimiento de piedad y compasión para decidir la muerte de los
demás y legalizar la eutanasia. Evidentemente hoy ni siquiera queda la
esperanza de que un pescador pueda encontrar a la persona abandonada a su
suerte.
José-Román
Flecha Andrés