“La piedra que desecharon los
arquitectos es ahora la piedra angular. Es el Señor quien lo ha hecho, ha sido
un milagro patente. Este es el día en que actuó el Seño.r: sea nuestra alegría y
nuestro gozo” (Salmo 117,22-24). Esa invitación a la alegría, con la que
concluye el salmo responsorial, resume y refleja el espiritu de la experiencia
pascual.
Pilato consideraba una broma que le
presentaran como rey de los judios a aquel hombre tan débil y desvalido. De
ninguna manera podía ser una amenaza para el imperio. Pero el que fue despreciado, condenado y
ajusticiado había de triunfar sobre la muerte. La piedra desechada se
convertiría en la piedra fundamental de un nuevo edificio.
Un edificio construido como una comunidad
viva, que permanecía unida por “la enseñanza de los apóstoles, la vida común,
la fracción del pan y la oración”. Así lo recuerda la primera lectura de este
domingo segundo de Pascua (Hech 2,42).
Los hermanos de aquella nueva comunidad
vivian unidos y compartían todos sus bienes. Pero esa nota no es solo un
recuerdo histórico. Esos han de ser también
los signos que han de distinguir a todos los que hemos renacido para una
esperanza viva y para una herencia incorruptible. Así nos lo enseña la primera
carta de Pedro (1 Pe 1,3-4).
LA PAZ Y EL PERDÓN
Al ver que era apresado en Getsemaní, los
discípulos habían huído cada uno por su lado. Seguramente se han enterado de
que su Maestro ha muerto crucificado. Y ahí están ahora, con las puertas bien
cerradas por miedo a los judíos (Jn 20,19-31).
• Pero, de pronto, Jesús se hace
presente entre sus discípulos. Les hace ver las llagas de sus manos y su
costado. Han de comprender que es el
mismo que ha sido crucificado. Y han de aprender ya para siempre que el camino
de Jesús a la gloria había de pasar por la humillación hasta la muerte y una muerte
de cruz.
• Junto al temor, los discípulos han
debido de probar el sentido de la culpa. No se abandona tan a la ligera a un
Maestro que los ha guiado con claridad y con paciencia. Pero Él no viene ahora
a reprocharles su cobardía. Llega y les ofrece los dones de su paz y su perdón.
Y les confía la impensable misión de pasar ese perdón a los demás.
• A la sorpresa del encuentro acompaña
el gozo de ver que no ha caducado la confianza de su Maestro. Pero la experiencia de la alegria no puede
ser solo individual. Los que han descubierto al Señor resucitado comunican la
noticia a Tomás, cuando éste se reincorpora a la comunidad: “Hemos visto al Señor”.
LUZ
Y VALENTÍA
El evangelio de hoy evoca dos momentos.
En el primero, Tomás no se encuentra en el grupo de sus amedrentados
compañeros. En el segundo, Tomás está presente cuando se les revela el Señor
Resucitado. Tres frases marcan el diálogo que centra el encuentro.
• “No seas incrédulo, sino creyente”. Jesús
recuerda a Tomás que el misterio de la cruz nunca fue ni será el final del
camino. Es verdad que solo con la fe se puede aceptar la muerte de Jesús. Pero
la fe es necesaria también para aceptar que el Resucitado vive entre nosotros.
• “¡Señor mío y Dios mío!” En ese
humilde susurro de Tomás se refleja la trémula
confesión de la fe de todos los discípulos del Maestro. La muerte y
resurrección de Jesús nos impulsan a
confesar con decisión su señorío y su divinidad.
• “Dichosos los que crean sin haber
visto”. Con esa última bienaventuranza del evangelio, Jesús hace de Tomás el
portaestandarte de todos los que apoyamos nuestra fe en la fe de los que vivieron
la experiencia del encuentro con el Señor resucitado.
- Señor Jesús, tú conoces nuestro miedo
y nuestro alejamiento de la comunidad. Te damos gracias por los dones de tu paz
y tu perdón. Y te pedimos luz y valentía para confesarte siempre como nuestro
Dios y Señor. Amén.
José-Román
Flecha Andrés