UN TROZO DE PESCADO
“¿No tenéis
nada que comer? No quería ya otro alimento que aquel que había pedido casi
siempre en vano, en toda su vida. Pero para aquellos hombres carnales era
necesaria una prueba también carnal; a quien piensa únicamente en la materia y
de materia se alimenta, érale menester esta demostración material”.
Así
describe Giovanni Papini el encuentro de Jesús resucitado con sus discípulos.
Hacía un año que aquel florentino ateo y discutidor se había encontrado con
Cristo. Una nueva vida se había abierto ante él.
Tras
escribir sobre hombres que habían querido convertirse en dioses, él se decidió
a escribir sobre el Dios que se había hecho hombre. Así lo confiesa en el largo
prólogo a su “Historia de Cristo”, que publicó en 1921.
Todo un
poema en prosa. Todo un grito sostenido. Una proclamación de fe. Una zambullida
en el ambiente de aquel rincón del Imperio romano, para escuchar todos los
rumores y percibir hasta los olores más disimulados en torno al Galileo. Un
libro para ser leído en alto, casi proclamado.
Sabe Papini
que aquellos pescadores que habían seguido a Jesús “creían en la resurrección,
pero se la imaginaban como una de las señales de la última revolución del
mundo, cuando todo se hubiera cumplido. Pero ahora se hallaban ante la
resurrección de él solo”.
No fue
fácil. No podían creer a las mujeres que habían encontrado vacío el sepulcro
del Maestro. ¡Una resurrección tan apresurada, en el corazón de la noche! Todo
les parecía una alucinación. Seguro que había más parte de dolor y de deseos
reprimidos que de verdad palpable e indiscutible.
Y, de
pronto, allí estaba él. Incorporándose de los divanes en los que se apoyaban
para aquella menguada cena, pudieron descubrir las llagas de sus manos y sus
pies, rodeadas de anillos amoratados. Pero no hubieran osado abrazarle por si
sus brazos se limitaban a rodear un vacío intangible.
Pero él
pedía algo de comer. Le acercaron un trozo de pescado asado y un pedazo de pan.
Lo miraron fijamente, como si fuera la primera vez que lo veían comer. Él comía
lentamente y lentamente hablaba. Recordaba haberles dicho que debía morir y
resucitar. Ahora los quería como testigos y pregoneros.
“Su
presencia indudable demostraba que lo
que parecía increíble era cierto y que no los había abandonado y no los
abandonaría nunca. Sus enemigos, que parecían victoriosos, estaban vencidos”.
Papini
escribe sobre los que durante años han decidido terminar con Cristo y lograr
que se olvide su memoria. Seguramente piensa en sí mismo y en el largo camino
recorrido hasta el encuentro con el Viviente. Piensa, medita y grita.
Y escribe
impulsado por ese único fuego que calienta los espíritus. Escribe como si
también él hubiera compartido aquella tarde las sobras del pescado que Jesús había
pedido para tratar de convencer a los incrédulos.
José-Román Flecha Andrés