EL NACIMIENTO
De niños, dedicábamos muchas horas de
este tiempo de Adviento a preparar el “nacimiento” en nuestras casas. Primero
diseñábamos el paisaje. Había que buscar musgo y arena. Y traer a casa las
escorias que semejaban las montañas. Y sacar aquel papel plateado que envolvía las
libras de chocolate.
Después colocábamos las figuras de
barro. Al principio solo teníamos el Niño Jesús, María y José. Año tras año
fueron llegando las demás. El abuelo nos regaló los Reyes Magos. Después
vinieron el ángel y los pastores con sus ovejas. Finalmente compramos la
lavandera, que colocamos junto al arroyo.
Poner el “nacimiento”, o el “belén”, suscitaba
nuestra creatividad. Buscamos no sé dónde una estrella. Hicimos a mano algunas
casitas y hasta el palacio de Herodes. Por cierto, nunca tuvo un inquilino. Poner
el nacimiento era una verdadera catequesis. Y una invitación a la oración.
Visitábamos el “nacimiento” que se
colocaba en las iglesias. Aquellos belenes eran grandes, tenían cascadas de
agua, luces en las casas y figuras que se movían. También los ponían en lugares
públicos y en los escaparates de muchos negocios. Cuando llegó la televisión vimos
la cantidad y la belleza de los belenes que lucían en otras ciudades.
Por entonces supimos que fue Francisco
de Asís quien en la Nochebuena de 1223 decidió hacer visible a las buenas
gentes de Greccio el misterio del nacimiento de Jesús. La Palabra se hizo carne
y puso su tienda de campaña entre nosotros. Así que era importante representar
la humanidad del Hijo de Dios.
Más tarde leímos que el rey Carlos III
se había traído de Nápoles la idea del “belén”. Y supimos del que se expone en
el Palacio Real de Madrid. Conocimos las figurillas salidas del taller de
Angela Tripi, en Palermo, el monumental “presepio” del monasterio de Santa
Clara de Nápoles y el que vemos en el claustro de la iglesia romana de los
santos Cosme y Damián.
Ahora nos alegra saber del “nacimiento” instalado
en la Plaza de San Marcelo en León o en la del Liceo, en Salamanca y aún en el
pueblo de Cerezales del Condado. Nos gusta el monumental “presepio” que se
levanta cada año en el centro de la plaza de San Pedro, en el Vaticano. Y el
gran “pesebre” de madera que la municipalidad coloca en la plaza pública, allá
en el lejano pueblo chileno de Llanquihue.
Pero ¿qué es lo que está pasando entre
nosotros? ¿Es tan solo nuestra prisa la que nos impide detenernos a instalar el
nacimiento en nuestro hogar? ¿Por qué algunos gobernantes han decidido
eliminarlo de nuestras plazas?
El pretendido respeto a otras religiones
¿no será una excusa para eliminar todos los signos cristianos? ¿Será que con su
debilidad este Niño pone en ridículo a los prepotentes? ¿O será que
desgraciadamente la cultura de la muerte nos impide contemplar la imagen de la
familia y hasta el más sencillo signo de la vida?
José-Román
Flecha Andrés