LA
TEMPLANZA
La
templanza ha sido alabada por los pensadores de todos los siglos. Según
Cicerón, “la templanza es un dominio firme y moderado de la razón en su
tendencia al placer y a otros impulsos menos rectos del espíritu”. Para San
Agustín, “la templanza es aquella virtud del alma que modera y reprime el deseo
de aquellas cosas que se apetecen desordenadamente”. Y Quevedo pudo añadir que “Mucho peligro corre
todo lo que templanza no tiene”.
Sin
embargo, en épocas de prosperidad la templanza es una virtud olvidada. Hasta su
mismo nombre suena extraño. La renuncia
a los placeres de la comida y de la
bebida, del juego y del sexo resulta ridícula frente a las plagas de la
violencia y la mentira, el robo y la corrupción, el abuso de los niños y la
degradación del medio ambiente,
Ante horrores como el del terrorismo, la
virtud de la templanza parece un ideal narcisista y puritano para pequeños
burgueses. Sin embargo, la templanza debería evocar más el temple de los
metales pasados por el fuego que la inofensiva tibieza de la leche
"templadita". Al menos, eso cabría esperar.
Hay
que rescatar el valor de esta virtud. La templanza es la virtud de los hombres y
mujeres que viven la austeridad, no como una carga sino como una liberación. Es
la virtud de quienes saben que la dignidad humana no se mide por el tener sino
por el ser. La templanza tiene en la renuncia no una mutilación sino un canto
de plenitud.
Si en
los profetas de Israel la intemperancia alcanza un simbolismo religioso, los
libros sapienciales aconsejan una y otra vez la templanza: "Hijo, no seas
insaciable de todo placer, y no te abalances sobre la comida, porque en el
exceso de alimento hay enfermedad, y la intemperancia acaba en cólicos. Por
intemperancia han muerto muchos, pero el que se vigila prolongará su vida"
(Eclo 37,27-31).
Jesús
de Nazaret fue criticado por llevar una vida normal, bastante diferente de la
austeridad de Juan el Bautista. Hasta se atreve a bromear sobre los extremismos
inconsecuentes de su pueblo: "Vino Juan, que ni comía ni bebía, y dicen:
Demonio tiene. Vino el Hijo del hombre, que come y bebe, y dicen: Ahí tenéis a
un comilón y un borracho, amigo de publicanos y pecadores" (Mt 11,18-19).
Sin
embargo, Jesús ayuna durante largo tiempo, y hace suya la palabra bíblica que
afirma que "no sólo de pan vive el
hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios (Mt 4,4)". Su
alimento, en efecto, era hacer la voluntad del que le había enviado y llevar a
cabo su obra en fidelidad (Jn 4,34).
Los discípulos del Maestro de Nazaret no
ayunan por fanatismo ni por orgullo ni por desprecio a las realidades de este
mundo. No ayunan para ser estimados por los hombres, sino para significar que
sólo en Dios han puesto el absoluto. No ayunan por indigencia, sino por
riqueza. Ayunan para decirse a sí mismos y a los demás que sólo Dios es Dios.
José-Román
Flecha Andrés