LA FORTALEZA
A veces se
confunde la virtud de la fortaleza con la dureza y la altanería con que se
desprecia a los humildes y los débiles. Los griegos decían que en las virtudes
morales había que mantener el difícil equilibrio de la "medianía".
Como virtud
moral, la fortaleza aparece tan lejana de la timidez y la dejación como de la
altivez y la altanería. A decir verdad, se manifiesta habitualmente con las
formas de la paciencia, esa hermana de la esperanza, que acepta la realidad
terca de las cosas y el ritmo lento de las cosechas.
La
fortaleza brilla especialmente en el ejercicio de la mansedumbre con nosotros
mismos. No hay mayor fortaleza que la que se manifiesta en la superación de la
impaciencia con los demás. Y en la superación de esa segunda impaciencia que
nos produce el no haber sido suficientemente pacientes.
La virtud
de la fortaleza nos recuerda la situación ambigua de este mundo, en el que
conviven juntos el mal y el bien. Un mundo ya redimido, pero todavía no
glorificado en el triunfo del Señor. La fortaleza está vinculada a la fe en la
obra de Cristo, a la esperanza de los que aguardan su manifestación y a la
caridad que la hace creíble.
A la luz
del Evangelio, la fortaleza sólo es virtud cuando se inserta en la dinámica del
seguimiento de Cristo y cuando está al servicio de la fidelidad al mensaje del
Reino de Dios. Es decir, cuando actualiza la decisión de entregar la propia
vida por amor a los hermanos. Exactamente como hizo Jesús.
Los
cristianos saben que siguen necesitando la virtud de la fortaleza. Pero no para
dominar a los demás, sino para dominar el mal que encuentra cómplices en ellos
mismos, es decir, para engarzarse en la línea del Reino de Dios y para anunciar
su paz y su justicia.
Por lo que
se refiere a la vida política, el Concilio Vaticano II exhorta a los que se
sienten llamados a esa tarea a consagrarse con sinceridad y rectitud, más aún,
con caridad y fortaleza política, al servicio de todos (GS 75).
La fortaleza
es al mismo tiempo don de Dios, que se ha de impetrar en la oración, y tarea
esforzada por parte del hombre, que se manifiesta y ejercita en la acción de
cada día.
La
fortaleza, por otra parte, no es un tesoro que pueda ser disfrutado a solas.
Como todas las cualidades del espíritu, sólo se retiene cuando se comparte. La
virtud de la fortaleza, tan unida a la caridad como está, no puede menos de manifestarse en la afectiva
y efectiva cercanía a los hermanos.
Por
eso, la fortaleza cristiana florece
siempre en la alegría, la paciencia y la grandeza de ánimo (Col 1, 11). Así pues, la vida cristiana exige el
ejercicio humilde y generoso de la virtud de la fortaleza. A la luz de la fe,
se trata de vivir en la coherencia con la verdad, de testimoniarla cada día, y
hasta el último testimonio, que consiste en la entrega de la propia vida.
José-Román Flecha
Andrés