martes, 1 de noviembre de 2016

CADA DÍA SU AFÁN 5 de noviembre de 2016

                                 
ANTE LA SEPULTURA
1. Durante la primera semana de noviembre es habitual visitar la sepultura de nuestros seres queridos. Esa visita nos lleva a recordar la última de las obras de misericordia corporales: “Enterrar a los muertos”. 
  Este acto tan importante ha definido siempre la cultura de un pueblo. De una forma o de otra, el respeto a los difuntos denota el respeto que en ella se concede a la persona. Por eso, es tan mal vista la frivolidad y la rutina con que, en algunos casos, se lleva a cabo este acto.
La frivolidad que se manifiesta ante las tumbas ya perturbaba a Hamlet. El poeta León Felipe dejó reflejada en sus versos la incomodidad que nos produce la rutina cuando se apodera de los ritos del enterramiento: “Para enterrar a los muertos como debemos, cualquiera sirve, cualquiera… menos un sepulturero”.

 2. En muchas ocasiones, los ritos que rodean el sepelio han servido para marcar profundas diferencias entre las clases sociales. Las distinciones entre los pobres y los ricos se manifiestan con frecuencia en el momento de los funerales y en el ornato de las sepulturas.
En algunas ocasiones, los pobres eran sepultados casi en soledad. De ahí que muchas hermandades tuvieran como objetivo acompañar a los moribundos y  organizar las honras fúnebres. Este último servicio era entendido como una obra de misericordia.
En nuestro tiempo, los funerales son utilizados para hacer propaganda de las ideas y proyectos de un partido. En un mundo marcado por el consumo, se convierten además en una ocasión para hacer negocios. Los familiares del difunto, a causa del estado psíquico en el que se encuentran, no escatiman los gastos y los costes.
Por otra parte, cuando pueden suscitar un cierto morbo colectivo, los funerales  atraen el despliegue de los medios de comunicación.

3. Sin embargo, esta obra de misericordia nos lleva a redescubrir el sentido humano y religioso del sepelio. Por él se reconoce la dignidad de la persona y su vocación a participar  en la vida eterna junto a Dios.
Enterrar a los muertos puede y debe ser un gesto profético. Por él anunciamos el triunfo de la vida sobre la muerte. Por él denunciamos la manipulación de la vida y de la muerte. Por él renunciamos a utilizar el lujo y el fasto de los funerales con una finalidad que en nada refleja la grandeza de la vida humana.
Esta obra de misericordia puede ayudarnos a adquirir conciencia de la unicidad y dignidad de cada persona y a evitar las tentaciones de politizar la muerte y los funerales o convertirlos en un espectáculo de consumo.
Finalmente, los funerales cristianos han de ser un momento para dar testimonio de la fe en la resurrección y para anunciar, celebrar y servir el “evangelio de la vida”. Han de ser un signo de la esperanza y un nuevo testimonio de ese amor que es más fuerte que la muerte. 
                                                                       José-Román Flecha Andrés