Perdonar
es sin duda la más excelente entre las obras de misericordia espirituales. Todos podemos y debemos estar dispuestos a
perdonar. Y todos tendremos que ser perdonados muchas más veces de las que
imaginamos.
A
veces pensamos que pedir perdón nos humilla, al poner en evidencia nuestros
fallos. Nuestro orgullo nos impide
aceptar el perdón. Por otra parte, la
disponibilidad para perdonar a quien nos ha ofendido revela nuestra generosidad
y magnanimidad.
El
perdón ha de brotar de la sinceridad y
generosidad de la persona. Sólo entonces es un sentimiento y un gesto de
humanidad que hace grande a la persona.
Para
la tradición de Israel el perdón es ante todo un don de Dios. Él se revela a
Moisés como “misericordioso y clemente,
tardo a la cólera y rico en amor y fidelidad, que mantiene su amor por mil
generaciones, que perdona la iniquidad, la rebeldía y el pecado, pero no los
deja impunes” (Ex 34, 6-7).
En las relaciones humanas, el perdón de las
injurias es un valor ético y religioso. José perdona a sus hermanos el crimen
que cometieron, al venderlo a unos mercaderes. El joven David perdona al rey
Saúl que trata de darle muerte.
Jesús incluye el perdón en la oración que
enseña a sus discípulos: “Perdónanos como nosotros perdonamos”. El que ha dicho
“perdonad y seréis perdonados”, invita a sus seguidores a perdonar al que se
arrepiente. Él mismo perdona al paralítico, a una pecadora y a la mujer
sorprendida en adulterio.
La enseñanza de Jesús sobre el perdón se
encuentra recogida en el llamado sermón eclesial. Allí exhorta a Pedro a
perdonar “ hasta setenta veces siete” (Mt 18, 21-22). El mismo Jesús muere pidiendo
el perdón para los que le han condenado a muerte. Y, una vez resucitado,
confirma su elección a Pedro que por tres veces
había negado conocerlo.
Nuestra
sociedad admite algunos desórdenes morales, pero después condena y desprecia a
quienes los practican. Los discípulos de Jesús no podemos frivolizar el mal y
el pecado. Pero hemos de estar dispuestos a perdonar al que ha faltado, si se
muestra arrepentido y afronta las consecuencias de sus actos.
Ahora
bien, la misericordia no es lo mismo que el buenismo irresponsable. La dignidad
de la persona no puede ser burlada impunemente. Cuando nos ofenden contra toda
justicia, estamos autorizados a reivindicar los derechos de que hemos sido privados.
Así lo hizo san Pablo, encarcelado injustamente en la ciudad de Filipos (Hech
16, 37).
Sin
embargo, siempre hemos de intentar mantener una sincera generosidad para
conceder el perdón al que lo suplica. Es necesario un cuidadoso discernimiento
para establecer la línea que separa la intransigencia de la tolerancia, y para
promover la defensa de la dignidad humana del que ofende y del que es ofendido.
José-Román Flecha Andrés