CORREGIR AL QUE
YERRA
Si la oferta de buenos consejos es una
obra de misericordia, también lo es la corrección a los hermanos que se han
desviado del recto camino. Pero
corrección no es fácil. De hecho, ha de ser ejercida con prudencia, con
desinterés, con amor. Ha de compaginarse con el respeto a las decisiones ajenas
y con la tolerancia. Unas veces pecamos por defecto y otras veces por exceso.
Faltamos por defecto, cuando no
corregimos a los demás, aun habiendo percibido sus malas acciones. En ese caso
estamos demostrando nuestra indiferencia hacia ellos o bien nuestro deseo de
mantener nuestra propia tranquilidad.
Podemos pecar por exceso, cuando nuestro
celo nos ciega o apasiona de tal manera que perdemos el respeto a la persona
corregida. De hecho, quien corrige a otro puede caer en la altanería y en la
hipocresía.
En la Biblia el libro del Levítico exhorta a
corregir al prójimo (Lev 19, 17-18) y el
profeta Ezequiel desarrolla la teoría de
la corrección y la responsabilidad moral que ésta implica (cf. Ez 3, 16-21; Ez
33, 1-9).
La literatura sapiencial advierte sobre
la prudencia que requiere la corrección fraterna: “Quien corrige al insolente
recibe insulto; quien reprende al malvado, desprecios. No corrijas al
insolente, que te odiará; reprende al sensato y te querrá; instruye al sabio, y
será más sabio; enseña al honrado y aprenderá”
(Prov 9, 7-9).
En
el evangelio de Mateo se establece un
itinerario para la corrección fraterna:
“Si tu hermano llega a pecar, vete y repréndele, a solas tú con él. Si
te escucha, habrás ganado a tu hermano.
Si no te escucha, toma todavía contigo uno o dos, para que todo asunto
quede zanjado por la palabra de dos o tres testigos. Si les desoye a ellos, díselo a la comunidad.
Y si hasta a la comunidad desoye, sea para ti como el gentil y el publicano. (Mt 18, 15-17).
Todos hemos de aprender a dejarnos
corregir. Es preciso reconocer los propios errores y la necesidad de una ayuda
fraterna para encontrar de nuevo el camino. Hay que desconfiar de las
seguridades personales y de la espontaneidad y benignidad con la que todos nos
absolvemos a nosotros mismos.
Pero también es preciso corregir a los
demás. La corrección fraterna exige un talante de comprensión y una exquisita
delicadeza. Para ser auténticamente cristiana, requiere también un suplemento
de humildad en quien la ofrece y en quien la recibe y, sobre todo, un profundo
sentido de la comunión eclesial.
José-Román
Flecha Andrés