CONSAGRADOS A
DIOS Y AL HOMBRE
El día 2 de febrero se celebra la
presentación del niño Jesús en el Templo y la purificación de María, de acuerdo
con lo prescrito por la Ley de Moiés. Ambos acontecimientos evangélicos son un motivo suficiente para celebrar en ese
día la Jornada de la vida consagrada, de especial relieve en este año dedicado
precisamente a la Vida Consagrada.
Esa opción de vida nos es bien conocida.
O debería serlo. Como ha dicho el Concilio Vaticano II, “desde los principios
de la Iglesia hubo hombres y mujeres que se propusieron seguir a Cristo con
mayor libertad por la práctica de los consejos evangélicos, e imitarle más de cerca,
y cada uno a su manera llevaron una vida consagrada a Dios.”
Seguramente hemos leído algo sobre el monacato
antiguo. Recordamos el nacimiento de las órdenes mendicantes, el heroísmo de
las órdenes dedicadas a la redención de los cautivos o al cuidado de
los enfermos. Conocemos las modernas congregaciones religiosas y su dedicación
a las misiones y a la enseñanza, Y somos testigos de las nuevas formas de
consagración que el Espíritu ha suscitado en la Iglesia.
A veces se oye preguntar qué
hacen los religiosos y religiosas o, más en general, las personas consagradas.
La pregunta por lo que hacen no es la más adecuada, porque hacen de todo en la
Iglesia y en la sociedad. Sería más oportuno preguntarse cómo y por qué lo
hacen, para descubrir que lo hacen todo siguiendo el espíritu de Jesucristo.
Las personas consagradas dedican su vida a afirmar a
Dios y su señorío. Viviendo a la escucha de la Palabra de Dios, nos ayudan a
comprender al hombre como una unidad fundamental de cuerpo y espíritu, nos proponen
el ideal del triunfo sobre las
apetencias nocivas y nos muestran la vida fraternal de la comunidad como
maqueta para una sociedad justa.
Las personas consagradas dedican su vida a la
afirmación de la verdad, la bondad y la belleza, a la transmisión de la fe en
culturas diversas. Nos exhortan a la conversión a lo esencial y nos indican los
caminos de la evangelización y de la liberación, de la paz y del progreso.
Su amor a Dios
y su fidelidad a la llamada de Dios nunca han apartado a las personas consagradas
de su fidelidad y amor a las personas concretas. Han colaborado como nadie en
la transmisión de la cultura, aprendiendo las lenguas de todos los pueblos,
promoviendo las ciencias, la técnica y las artes.
Las personas consagradas nos enseñan a escuchar la voz
de los sin-voz, a redescubrir la dignidad de la persona, la fraternidad humana
y la comunión eclesial . Por medio del anuncio, la denuncia y la renuncia nos
muestran el valor de la gratuidad y la gratitud, dan razón de la esperanza y
dan esperanza a la razón.
Y, prestando atención al Espíritu, nos recuerdan, con su palabra y sus silencios, con su vida y
su testimonio, que Cristo es el verdadero modelo para la vida del hombre y la
fuente de la verdadera alegría.
José-Román
Flecha Andrés