UNA DECLARACIÓN
DE PABLO VI
El día 21 de noviembre se celebra en la Iglesia la fiesta de la presentación de María en el Templo. Es esta una fiesta de origen oriental que se inspira en textos antiguos como el llamado Protoevangelio de Santiago. Sin embargo, con frecuencia ha sido representada por los maestros de la pintura y la escultura cristianas.
Pues bien, en esa fecha del
año 1964, en la Basílica de San Pedro en el Vaticano se clausuraba la tercera
etapa del Concilio Vaticano II. Tras la votación final de la constitución sobre
la Iglesia y los decretos sobre el ecumenismo y las Iglesias orientales, estos
documentos eran promulgados solemnemente por Pablo VI.
En la homilía que pronunció
aquella mañana, el Papa insistía especialmente en la constitución sobre la Iglesia. De hecho
confiaba él que la doctrina sobre el misterio de la Iglesia, allí explicada,
habría de producir abundantes frutos en todos los católicos. Esa confianza se
apoyaba en algunas esperanzas concretas:
1. Los fieles podrían
admirar el rostro de la Iglesia, que quedaba ahora más evidente y mejor
delineado.
2. Con ello podrían todos
contemplar la hermosura de la Iglesia como madre y maestra.
3. Al mismo tiempo, habrían
de advertir la sencillez y la majestad de esta venerable institución.
4. Es más, podrían ver en la
Iglesia un verdadero milagro, por su fidelidad histórica, por la armonía de su
vida social, por su excelente legislación y por su continuo progreso.
5. En la Iglesia habrían de
descubrir a la vez lo humano y lo divino, puesto que en esta comunidad de
personas que creen en Cristo resplandece el Cristo total, nuestro Salvador.
Algunos podrían considerar
que esta presentación de la Iglesia la alejaba de los hombres de hoy. Sin
embargo, según el Papa, la Iglesia “trata de comprenderlos mejor, de participar
en sus amarguras y en sus legítimas aspiraciones, de apoyar sus esfuerzos por
conseguir la prosperidad, la libertad y la paz”.
De todas formas aquella
intervención de Pablo VI había de ser recordada sobre todo por el homenaje que
tributó a María, la madre de Jesús. La constitución sobre la Iglesia dedicaba a
María un capítulo importante, aunque algunos hubieran preferido que el Concilio
le hubiera dedicado un documento específico. Como para satisfacer a unos y
otros, de forma solemne el Papa declaraba a María como “Madre de la Iglesia”.
Al mismo tiempo determinaba que “todo el pueblo cristiano honre a María y se encomiende
a ella con este dulcísimo título”.
La razón de ese título
encontraba una lógica explicación en las palabras del Papa. Si María es la
Madre de Cristo, al que reconocemos como Cabeza del Cuerpo místico que es la
Iglesia, ha de ser tenida también por
Madre de la misma Iglesia.
Al cumplirse cincuenta años
de aquella proclamación es fácil observar con qué naturalidad ese título de
María, decidido por Pablo VI, ha penetrado en la piedad popular y en la
conciencia de toda la Iglesia.
José-Román Flecha
Andrés