domingo, 3 de agosto de 2014

QUE DICE LA BIBLIA SOBRE...

                            EL AYUNO

Son hoy muchos los que se preguntan   por el sentido del ayuno. En realidad, sólo formulan la cuestión en términos de utilidad. La cultura actual ha perdido la conciencia del signo. Más que preguntarse para qué sirve el ayuno, deberíamos preguntarnos qué significa ayunar.
También un minuto de silencio con motivo de un acto terrorista es una especie de ayuno. Renunciamos por un momento a algo tan vital e importante como es el uso de la palabra. Y no vale preguntarse si ese minuto de silencio “sirve” para devolver la vida a los muertos o para consolar a sus supervivientes. Tal ayuno de palabras apenas si tiene otra “utilidad” que la de manifestar una conciencia solidaria. Es decir, el ayuno vale por lo que “significa”.
También el ayuno de alimentos se califica por su significación. Puede ser forzado por las circunstancias o por la injusticia del reparto de los bienes de este mundo. Puede deberse a una prescripción médica o haber sido programado como una dieta. Puede tener un sentido social, como es el de compartir el pan con el hambriento.  O puede alcanzar un significado profundamente religioso.
El ayuno, como tantas experiencias humanas, se convierte así en una especie de lenguaje con capacidad para expresar muchas vivencias y actitudes. ¿Cómo lo ven las tradiciones bíblicas?

1. EL AYUNO Y LA ORACIÓN

Ya en la época de los jueces se sitúa un rito de ayuno, vinculado a la oración y la penitencia, con el que el pueblo, reunido en Misa a invitación de Samuel, invoca la protección de Dios contra sus enemigos filisteos (1 Sam 7,6). También David une el ayuno a la oración cuando grita su dolor por la enfermedad del hijo de su pecado (2 Sam 12,16).
Convocar una asamblea y proclamar un ayuno (Jl 1,14; 2,15) había de reflejar una voluntad comunitaria de conversión. Pero a veces el gesto se convirtió en signo de infamia y ocasión para el crimen. Así ocurrió cuando la reina Jezabel escribió cartas en nombre de Ajab y  las envió a los ancianos y notables de la ciudad de Nabot. En las cartas decía: “Proclamad un ayuno y haced que Nabot se siente delante de la asamblea. Poned ante él dos hombres perversos que declaren contra él diciendo: ‘Ha maldecido a Dios y al rey’. Sacadlo fuera y matadlo a pedradas” (1 Re 21, 9-10). Y así se haría, no sin que se oyera la denuncia profética de Elías.
Josafat, rey de Judá, sabe de  la guerra que le declaran los moabitas y los amonitas. Viene un gran ejército desde el otro lado del Mar Muerto y está llegando a Engadí. “Josafat, aterrorizado, recurrió al Señor y promulgó un ayuno en todo Judá. Toda la gente se reunió para invocar al Señor y pedirle su auxilio” (2 Cr 20,3-4). A continuación el texto nos ofrece  la oración de Josafat, que concluye con una hermosa confesión de humildad y confianza: “No sabemos qué hacer y nuestros ojos se vuelven a ti” (2 Cr 20,12).
También la reina Ester, ante el grave aprieto de tener que presentarse ante el rey, en contra de su orden, pide que se reúnan todos los judíos de Susa para interceder por ella con ayunos (Est 4,16).
Con motivo del regreso a Jerusalén de los que habían sido deportados a Babilonia, Esdras se preocupa de elegir levitas para el servicio del futuro templo. Necesitaría una escolta real, pero prefiere confiar en el Señor. Así lo evoca: “Allí, a orillas del río Ahavá, promulgué un ayuno en señal de humillación ante nuestro Dios implorando de él que tuviéramos un viaje feliz, nosotros, nuestros niños y toda nuestra hacienda” (Esd 8,21).
Ya en la tierra de sus padres, el pueblo celebra la fiesta de las tiendas, con la solemne proclamación de la Ley (Dt 30,10-13). A continuación, aunque levemente pospuesto, se celebra el día de la expiación, previsto por el Levítico (Lev 16,29): “El día veinticuatro de aquel mismo mes los israelitas se reunieron y ayunaron, vestidos de saco y cubierta de tierra la cabeza. Los que pertenecían a Israel se separaron de todos los extranjeros y, en pie,  reconocieron públicamente sus pecados y los de sus antepasados” (Neh 9,1-2).
En los tiempos del exilio, el ayuno se practicaba en recuerdo de la destrucción de Jerusalén y de su templo (2 Re 25,8-9). Pero una vez reconstruida la ciudad hay quien se pregunta para qué seguir ayunando. Por medio del profeta Zacarías, Dios pregunta a s su pueblo si cuando ayunaba lo hacía por su Dios y más bien por su propio interés. Poco significa el ayuno sin la justicia y la misericordia (Zac 7, 1-14).

2. EL AYUNO VERDADERO

En muchas ocasiones, en efecto, el pueblo de Dios llegó a conceder una cierta eficacia mágica al ayuno. Como si bastara practicarlo escrupulosamente para ser escuchados por Dios. Pero si el corazón no se convierte, Dios no atenderá al ayuno de su pueblo, ni escuchará sus súplicas ni aceptarás sus ofrendas (Jer 14,12). El signo se ha quedado sin significado. Ante el silencio divino estalla el escándalo de los fieles, convertido en canción popular:
“¿Para qué ayunar,
 si tú no te das cuenta?
¿Para qué mortificarnos,
 si tú no te enteras?” (Is 58,3).
En la réplica del profeta resuena la respuesta del Señor que acepta el pleito. No vale el ayuno que sólo sirve para explotar a los pobres o cuando el corazón está lleno de rencillas. En esos casos se deforma el sentido del signo religioso, que ya no puede ser agradable al Señor. He ahí su propuesta:
“El ayuno que yo quiero es éste:
que abras las prisiones injustas,
que desates las correas del yugo,
que dejes libres a los oprimidos,
que acabes con todas las tiranías,
que compartas tu pan con el hambriento,
que albergues a los pobres sin techo,
que proporciones vestido al desnudo
 y que no te desentiendas de tus semejantes” (Is 5,6-7).
Entonces sí, el ayuno, unido a la justicia y la misericordia, será prenda de bendición y de fecundidad. Lo fue para las gentes paganas de Nínive, que creyeron en Dios y proclamaron un (Jon 3,5) y lo fue para Daniel, que se dirigió al Señor urgiéndole con oraciones y súplicas, con ayunos, sayal y ceniza (Dan 9,3).
El piadoso israelita ha sufrido la falsa acusación de testigos violentos que le pagaban mal por bien. El, por el contrario, ayunaba y oraba por sus enemigos cuando los sabía enfermos (Sal 35,13). Su piadosa conducta parece suscitar las burlas de los vecinos y aun de los parientes:
“Cuando me aflijo con ayunos,
se burlan de mí;
cuando me visto de saco,
se ríen de mí;
sentados a la puerta cuchichean,
mientras beben vino me sacan coplas” (Sal 69-11-13).
Mientras él siente flaquear sus rodillas a causa de los ayunos, sus adversarios lo consideran un ser despreciable: cuando lo ven, menean la cabeza” (Sal 109,24-25).

3. SENTIDO CRISTIANO DEL AYUNO

Jesús de Nazaret hace de su propio ayuno en el desierto una confesión de la soberanía de Dios y su palabra (Mt 4, 2-4). Superada esa primera prueba de su fidelidad a la vocación mesiánica, Jesús puede evocar el sentido religioso del ayuno, criticando sus deformaciones farisaicas: “Tú cuando ayunes, perfúmate la cabeza y lávate la cara, de modo que nadie note tu ayuno, excepto tu Padre, que está en lo escondido. Y tu Padre que ve hasta en lo escondido, te premiará” (Mt 6, 17-18).
El ayuno es un medio, no un fin en sí mismo. Es un signo del talante religioso, no debería ser nunca un sucedáneo. Ni un motivo para la altanería. El que ayuna reconoce con ello la soberanía de Dios y su propia indigencia.  En una parábola admirable Jesús ridiculiza el espíritu farisaico de quien convierte el ayuno en un desafío al mismo Dios (Lc 18, 12).
Jesús y los suyos parecían llevar una vida normal y tal vez despreciar el ayuno. Su comportamiento llamaba con frecuencia la atención de los fariseos y los discípulos de Juan. Jesús replicaba que había llegado la hora de la fiesta: ¿Pueden acaso ayunar los invitados a la boda  mientras el novio está con ellos?” (Mc 2,19).  No es hora para la tristeza de los amigos (Mt 9,15).
Sin embargo, el Maestro que sabe ayunar y redescubrir el sentido religioso del ayuno, no quiere que las gentes ayunen a la fuerza, ni siquiera por escuchar su mensaje (Mc 8,3). De poco serviría predicar el Evangelio si no se tuviera sensibilidad ante las hambrunas de las gentes. Entregar el pan de la Palabra de Dios no exime a los creyentes de distribuir a los hijos de Dios el pan que El les procura.
Los discípulos, que han aprendido a ayunar (Hech 27,9) habrán de aprender a afrontar trabajos y desvelos en favor de las comunidades (2 Cor 5,11; 11,27). Si el ayuno cristiano ha de asimilar el creyente a Jesús, lo llevará reconocer la soberanía de Dios y la dignidad de los hermanos. De poco vale el ayuno sin oración y sin compasión.

José-Román Flecha Andrés

Publicados en la revista "EVANGELIO Y VIDA".