Son hoy
muchos los que se preguntan por el
sentido del ayuno. En realidad, sólo formulan la cuestión en términos de
utilidad. La cultura actual ha perdido la conciencia del signo. Más que
preguntarse para qué sirve el ayuno,
deberíamos preguntarnos qué significa
ayunar.
También un
minuto de silencio con motivo de un acto terrorista es una especie de ayuno.
Renunciamos por un momento a algo tan vital e importante como es el uso de la
palabra. Y no vale preguntarse si ese minuto de silencio “sirve” para devolver
la vida a los muertos o para consolar a sus supervivientes. Tal ayuno de
palabras apenas si tiene otra “utilidad” que la de manifestar una conciencia
solidaria. Es decir, el ayuno vale por lo que “significa”.
También el
ayuno de alimentos se califica por su significación. Puede ser forzado por las
circunstancias o por la injusticia del reparto de los bienes de este mundo.
Puede deberse a una prescripción médica o haber sido programado como una dieta.
Puede tener un sentido social, como es el de compartir el pan con el
hambriento. O puede alcanzar un
significado profundamente religioso.
El ayuno,
como tantas experiencias humanas, se convierte así en una especie de lenguaje
con capacidad para expresar muchas vivencias y actitudes. ¿Cómo lo ven las
tradiciones bíblicas?
1. EL
AYUNO Y LA ORACIÓN
Ya en la
época de los jueces se sitúa un rito de ayuno, vinculado a la oración y la
penitencia, con el que el pueblo, reunido en Misa a invitación de Samuel,
invoca la protección de Dios contra sus enemigos filisteos (1 Sam 7,6). También
David une el ayuno a la oración cuando grita su dolor por la enfermedad del
hijo de su pecado (2 Sam 12,16).
Convocar
una asamblea y proclamar un ayuno (Jl 1,14; 2,15) había de reflejar una voluntad
comunitaria de conversión. Pero a veces el gesto se convirtió en signo de
infamia y ocasión para el crimen. Así ocurrió cuando la reina Jezabel escribió
cartas en nombre de Ajab y las envió a
los ancianos y notables de la ciudad de Nabot. En las cartas decía: “Proclamad
un ayuno y haced que Nabot se siente delante de la asamblea. Poned ante él dos
hombres perversos que declaren contra él diciendo: ‘Ha maldecido a Dios y al
rey’. Sacadlo fuera y matadlo a pedradas” (1 Re 21, 9-10). Y así se haría, no
sin que se oyera la denuncia profética de Elías.
Josafat,
rey de Judá, sabe de la guerra que le
declaran los moabitas y los amonitas. Viene un gran ejército desde el otro lado
del Mar Muerto y está llegando a Engadí. “Josafat, aterrorizado, recurrió al
Señor y promulgó un ayuno en todo Judá. Toda la gente se reunió para invocar al
Señor y pedirle su auxilio” (2 Cr 20,3-4). A continuación el texto nos
ofrece la oración de Josafat, que
concluye con una hermosa confesión de humildad y confianza: “No sabemos qué
hacer y nuestros ojos se vuelven a ti” (2 Cr 20,12).
También la
reina Ester, ante el grave aprieto de tener que presentarse ante el rey, en
contra de su orden, pide que se reúnan todos los judíos de Susa para interceder
por ella con ayunos (Est 4,16).
Con motivo
del regreso a Jerusalén de los que habían sido deportados a Babilonia, Esdras
se preocupa de elegir levitas para el servicio del futuro templo. Necesitaría
una escolta real, pero prefiere confiar en el Señor. Así lo evoca: “Allí, a
orillas del río Ahavá, promulgué un ayuno en señal de humillación ante nuestro
Dios implorando de él que tuviéramos un viaje feliz, nosotros, nuestros niños y
toda nuestra hacienda” (Esd 8,21).
Ya en la
tierra de sus padres, el pueblo celebra la fiesta de las tiendas, con la
solemne proclamación de la Ley (Dt 30,10-13). A continuación, aunque levemente
pospuesto, se celebra el día de la expiación, previsto por el Levítico (Lev
16,29): “El día veinticuatro de aquel mismo mes los israelitas se reunieron y
ayunaron, vestidos de saco y cubierta de tierra la cabeza. Los que pertenecían
a Israel se separaron de todos los extranjeros y, en pie, reconocieron públicamente sus pecados y los
de sus antepasados” (Neh 9,1-2).
En los
tiempos del exilio, el ayuno se practicaba en recuerdo de la destrucción de
Jerusalén y de su templo (2 Re 25,8-9). Pero una vez reconstruida la ciudad hay
quien se pregunta para qué seguir ayunando. Por medio del profeta Zacarías,
Dios pregunta a s su pueblo si cuando ayunaba lo hacía por su Dios y más bien
por su propio interés. Poco significa el ayuno sin la justicia y la
misericordia (Zac 7, 1-14).
2. EL
AYUNO VERDADERO
En muchas
ocasiones, en efecto, el pueblo de Dios llegó a conceder una cierta eficacia
mágica al ayuno. Como si bastara practicarlo escrupulosamente para ser
escuchados por Dios. Pero si el corazón no se convierte, Dios no atenderá al
ayuno de su pueblo, ni escuchará sus súplicas ni aceptarás sus ofrendas (Jer
14,12). El signo se ha quedado sin significado. Ante el silencio divino estalla
el escándalo de los fieles, convertido en canción popular:
“¿Para qué ayunar,
si tú no
te das cuenta?
¿Para qué mortificarnos,
si tú no
te enteras?” (Is 58,3).
En la
réplica del profeta resuena la respuesta del Señor que acepta el pleito. No vale
el ayuno que sólo sirve para explotar a los pobres o cuando el corazón está
lleno de rencillas. En esos casos se deforma el sentido del signo religioso,
que ya no puede ser agradable al Señor. He ahí su propuesta:
“El ayuno que yo quiero es éste:
que abras las prisiones injustas,
que desates las correas del yugo,
que dejes libres a los oprimidos,
que acabes con todas las tiranías,
que compartas tu pan con el hambriento,
que albergues a los pobres sin techo,
que proporciones vestido al desnudo
y que no
te desentiendas de tus semejantes” (Is 5,6-7).
Entonces
sí, el ayuno, unido a la justicia y la misericordia, será prenda de bendición y
de fecundidad. Lo fue para las gentes paganas de Nínive, que creyeron en Dios y
proclamaron un (Jon 3,5) y lo fue para Daniel, que se dirigió al Señor
urgiéndole con oraciones y súplicas, con ayunos, sayal y ceniza (Dan 9,3).
El piadoso
israelita ha sufrido la falsa acusación de testigos violentos que le pagaban
mal por bien. El, por el contrario, ayunaba y oraba por sus enemigos cuando los
sabía enfermos (Sal 35,13). Su piadosa conducta parece suscitar las burlas de
los vecinos y aun de los parientes:
“Cuando me aflijo con ayunos,
se burlan de mí;
cuando me visto de saco,
se ríen de mí;
sentados a la puerta cuchichean,
mientras beben vino me sacan coplas” (Sal
69-11-13).
Mientras
él siente flaquear sus rodillas a causa de los ayunos, sus adversarios lo
consideran un ser despreciable: cuando lo ven, menean la cabeza” (Sal
109,24-25).
3. SENTIDO
CRISTIANO DEL AYUNO
Jesús de
Nazaret hace de su propio ayuno en el desierto una confesión de la soberanía de
Dios y su palabra (Mt 4, 2-4). Superada esa primera prueba de su fidelidad a la
vocación mesiánica, Jesús puede evocar el sentido religioso del ayuno,
criticando sus deformaciones farisaicas: “Tú cuando ayunes, perfúmate la cabeza
y lávate la cara, de modo que nadie note tu ayuno, excepto tu Padre, que está
en lo escondido. Y tu Padre que ve hasta en lo escondido, te premiará” (Mt 6,
17-18).
El ayuno
es un medio, no un fin en sí mismo. Es un signo del talante religioso, no
debería ser nunca un sucedáneo. Ni un motivo para la altanería. El que ayuna
reconoce con ello la soberanía de Dios y su propia indigencia. En una parábola admirable Jesús ridiculiza el
espíritu farisaico de quien convierte el ayuno en un desafío al mismo Dios (Lc
18, 12).
Jesús y
los suyos parecían llevar una vida normal y tal vez despreciar el ayuno. Su
comportamiento llamaba con frecuencia la atención de los fariseos y los
discípulos de Juan. Jesús replicaba que había llegado la hora de la fiesta:
¿Pueden acaso ayunar los invitados a la boda
mientras el novio está con ellos?” (Mc 2,19). No es hora para la tristeza de los amigos (Mt
9,15).
Sin
embargo, el Maestro que sabe ayunar y redescubrir el sentido religioso del
ayuno, no quiere que las gentes ayunen a la fuerza, ni siquiera por escuchar su
mensaje (Mc 8,3). De poco serviría predicar el Evangelio si no se tuviera
sensibilidad ante las hambrunas de las gentes. Entregar el pan de la Palabra de
Dios no exime a los creyentes de distribuir a los hijos de Dios el pan que El
les procura.
Los
discípulos, que han aprendido a ayunar (Hech 27,9) habrán de aprender a
afrontar trabajos y desvelos en favor de las comunidades (2 Cor 5,11; 11,27).
Si el ayuno cristiano ha de asimilar el creyente a Jesús, lo llevará reconocer
la soberanía de Dios y la dignidad de los hermanos. De poco vale el ayuno sin
oración y sin compasión.
José-Román
Flecha Andrés
Publicados en la revista "EVANGELIO
Y VIDA".