
LOS CARISMAS
Hoy
la palabra “carisma” se ha trivializado de tal forma que ha perdido su
significado original. Su etimología griega (járisma)
la aproxima a la palabra járis, que
significa gracia. Los carismas son, por
tanto, los dones que Dios ha concedido a los creyentes para el bien y la
edificación de toda la comunidad.
En
una sociedad secularizada, hay muchas personas que no se sienten deudoras de Dios. Presumen de “haberse hecho a sí
mismas”. Piensan que sus cualidades se deben a su propio esfuerzo. Y, por
tanto, han de redundar en su propio beneficio. No se dan cuenta de que esa
altanería autosuficiente es un error antropológico. Desconocen su honda verdad
que consiste precisamente en la disponibilidad y en el servicio amoroso a los
demás.
EL
ESPIRITU Y EL REINO
Ya
en la historia de Israel se puede descubrir la riqueza de carismas o dones
extraordinarios que Dios concede a las personas. Dios otorgó a Moisés el don de
hacer prodigios (Ex 4, 1-9) y a Aarón el don de la elocuencia (Ex 4, 14),
mientras que a su hermana María la hizo profetisa (Ex 15, 20).
Si
Balaam recibió el don de la profecía (Num 22-24), Débora unía a éste el carisma
del liderazgo (Jue 4, 4-10). Dios concedió a Salomón el discernimiento para
saber juzgar (1 Re 3,11) y a Miqueas, hijo de Yimlá, le dio la clarividencia
profética para predecir el futuro (1 Re 22, 24-28).
El
profeta Isaías atribuye al Espíritu de Dios los dones que adornarán al Mesías
(Is 11,2), mientras que Ezequiel le atribuye el don del corazón nuevo, atento a
los mandamientos de Dios (Ez 36, 26-27). Por su parte, el profeta Joel anuncia la efusión universal
de los dones del Espíritu (Jl 3, 1-2).
En Jesús de Nazaret los carismas del
Espíritu se perciben como señales de su mesianismo. Por ellos se puede
descubrir que él es “quien había de venir” (cf. Mt 11,3-6). Entre todos ellos
sobresale el don de expulsar demonios. Jesús se presenta como el exorcista
escatológico: “Si por el Espíritu de Dios expulso yo los demonios, es que ha
llegado a vosotros el Reino de Dios” (Mt 12,28). La verdad ha vencido al error
y la luz a las tinieblas.
LAS
SEÑALES DEL REINO
El
evangelio de Marcos pone en boca del Señor resucitado el anuncio de la
distribución de varios dones y carismas entre sus discípulos: “Estas son las
señales que acompañarán a los que crean: en mi nombre expulsarán demonios,
hablarán en lenguas nuevas, tomarán serpientes en sus manos y aunque beban
veneno no les hará daño; impondrán las manos sobre los enfermos y se pondrán
bien” (Mc 16, 17-18).
Evidentemente,
la presencia de Jesús ha de hacerse visible en la comunidad de sus seguidores.
Y los dones que les serán concedidos darán testimonio por ellos de la verdad
del mensaje que les ha sido confiado y de la vida nueva a la que han sido
llamados.
Si
los dones y carismas vienen de Dios, se manifiestan en personas humanas,
excesivamente humanas a veces. Así
ocurre en la ciudad de Corinto. Allí los cristianos muy pronto formaron grupos
rivales que se gloriaban de pertenecer a diversos evangelizadores, cuyo
prestigio ponderaban y anteponían al de los demás. Algunos se remitían al
Apóstol diciendo: “Yo soy de Pablo”.
Otros replicaban: “Yo soy de Apolo”. Algunos otros se afiliaban a Pedro, diciendo:
“Yo soy de Cefas”. Como tratando de superar a todos, no faltaba quien
proclamaba: “Yo soy de Cristo”. A todos ellos les preguntaría el Apóstol: “¿Esta dividido Cristo? ¿Acaso fue Pablo
crucificado por vosotros? ¿O habéis sido bautizados en el nombre de Pablo? (cf. 1 Cor 1, 11-16).
Tales
divisiones indicaban que los nuevos bautizados no habían superado el nivel de
la “carne”. No vivían de acuerdo con el “espíritu” del que creían estar
llenos. De hecho, los nuevos hermanos
presumían de un vacío espiritualismo y de una presunción típica de neófitos.
Nada
puede llevar a los cristianos a creerse superiores los unos a los otros. Por
eso Pablo añadía: “Cuando dice uno “Yo
soy de Pablo”, y otro “Yo soy de Apolo”, ¿no procedéis al modo humano? ¿Qué es,
pues Apolo? ¿Qué es Pablo? ¡Servidores, por medio de los cuales habéis creído!,
y cada uno según lo que el Señor le dio” (1 Cor 3, 4-5). Las comunidades son,
en cierto modo, el campo de Dios, llamado a producir frutos que no tienen otro
fin que el mismo Dios. Pablo se identifica a sí mismo con el que planta, y
reconoce que Apolo ha regado las semillas plantadas. Pero sólo a Dios se ha de atribuir el incremento de la
cosecha. “Ni el que planta es algo, ni
el que riega, sino Dios que hace crecer” (1 Cor 3, 7).
LOS
CARISMAS Y EL AMOR
Si
consideran la asombrosa transformación que el Espíritu ha obrado en ellos, los
hermanos de Corinto no tendrán razón alguna para asumir esos aires de autosuficiencia: “Así que, no se gloríe nadie
en los hombres, pues todo es vuestro: ya
sea Pablo, Apolo, Cefas, el mundo, la vida, la muerte, el presente, el futuro,
todo es vuestro; y vosotros, de Cristo y Cristo de Dios.(1 Cor 3, 21-23).
El
mayor de los problemas que afectaban a los cristianos de Corinto era el de la
comprensión y el ejercicio del amor. Les resultaba difícil aceptar que el
bautismo había hecho de ellos una comunidad. Una y otra vez brotaba el
individualismo que los identificaba desde los viejos tiempos de su paganía. Las
divisiones y disensiones eran su pan de cada día. De hecho se mostraban individualistas
hasta en el momento de celebrar el encuentro sagrado en que hacían memoria de
la entrega y la muerte del Señor (cf. 1 Cor 11, 20-22).
El
individualismo se manifestaba también en una ridícula discusión sobre la
preeminencia de los dones y carismas que
el Espíritu otorgaba a unos y otros. Había en la comunidad hermanos que habían
sido dotados del don de predicación. En otros se mostraba el don de profecía.
Algunos hablaban en lenguas y otros eran muy buenos intérpretes de los mensajes
que éstos parecían balbucir. La competencia por los carismas extraordinarios
llevaban a algunos fieles a menospreciar a los otros. Pablo hubo de recordarles
que la comunidad puede compararse con el cuerpo. Y en el cuerpo ningún órgano
es más noble o importante que otro. Todos se necesitan y se complementan
mutuamente (1 Cor 12).
La
situación ofrece a Pablo ocasión para subrayar la supremacía del amor sobre
todos los actuales o posibles carismas. Según un himno que hace suyo, Pablo
canta al amor humano como el más alto de los carismas (1 Co 13,1-7). Este amor
es el resumen de la Ley de Dios (Rom 13,8-10; Ga 5,14; Flp 2,2-3; Ef 1,15) y da
el verdadero sentido moral a la vida del creyente (Flp 1,9-11). El amor entre
los hermanos refleja y evidencia la misma caridad con que Dios ama a los
hombres.
Ahora
bien, la caridad no puede quedar reducida a simples palabras, sino que
demuestra su sinceridad en las obras concretas y generosas realizadas en favor
de los hermanos. Buen ejemplo es la colecta organizada por Pablo para enviar
algunos recursos a la comunidad madre de Jerusalén (cf. 2 Co 8,8-24). Como
escribe en otras cartas, también en esta ocasión, el modelo y la causa que
invoca ante los fieles no es otra que la generosidad de nuestro Señor
Jesucristo que se ha entregado totalmente. Su ejemplo orienta y dignifica la
entrega humana de todos los que se aman y el juicio sobre todos los dones y
carismas.
José-Román
Flecha Andrés
Publicados en la revista "EVANGELIO Y VIDA".