La necesidad de “tener” cosas es connatural al ser
humano. Al alargar su mano e intentar apoderarse de lo que le rodea, ya el niño
revela su deseo de ser señor de su propio ambiente.
Lo malo no es tener cosas ni
desear tenerlas, sino someter la propia vida a ese afán de posesión, de forma
que la persona pierda toda su libertad.
El avaro es el que no logra
percibir el límite de posesiones que le bastan para vivir dignamente. Su ansia
de acumular bienes es enfermiza. La avaricia refleja la inseguridad del ser
humano, que necesita apoyarse en las cosas que cree “poseer” para sostenerse en
pie y mantener la imagen de sí mismo que desea presentar en la sociedad.
El avaricioso aparece a los
ojos de los demás como un egoísta insolidario. Le bastaría abrir los ojos para
ver que otras muchas personas están necesitando los bienes que él acumula sin
necesidad.
Finalmente, el avaricioso no
demuestra la sana confianza en Dios que caracteriza a los verdaderos creyentes.
Ese deseo de acaparar bienes le lleva a idolatrarlos y a olvidar la providencia
de Dios.
San Juan de Ávila presenta
la avaricia como una idolatría: “Si tienes tu amor puesto en tu honra, en un
deleite bestial, en una venganza o hacienda; [si] en el lugar que había de
estar Dios puesto, está otra cosa que no es Él, ¿no te diré que aquél tienes
por Dios y no a Dios, a aquél honras y a Dios deshonras?”
Siguiendo la doctrina de los
Padres, el Santo exhortaba a los fieles a desprenderse de sus bienes a favor de
los demás: “Hermanos, no seáis cortos en dar, pues Dios es tan largo en daros a
vosotros; no deis blanquillas por Dios, pues que Dios os da a su Hijo a
vosotros”.
Si la avaricia personal es
detestable, en nuestro mundo actual, la avaricia se ha convertido en un pecado
colectivo, de forma que deja al descubierto nuestras estructuras de pecado. Ya
el Papa Pablo VI denunciaba el tremendo bache que se abre entre los ricos y los
pobres: “Cuando tantos pueblos sufren hambre…, todos los despilfarros públicos
o privados, todos los gastos ostentosos, a nivel nacional o personal, todas las
carreras inacabables de armamentos, son un escándalo intolerable”.
En su encíclica “Dios es
amor” el Papa Benedicto XVI afirma que, en esta era de la globalización, “se puede contar con innumerables medios para prestar ayuda
humanitaria a los hermanos y hermanas necesitados, como son los modernos
sistemas para la distribución de comida y ropa, así como también para ofrecer
alojamiento y acogida. La solicitud por el prójimo, pues, superando los
confines de las comunidades nacionales, tiende a extender su horizonte al mundo
entero”.
Contra avaricia,
largueza. Hoy la palabra “largueza” ha caído en desuso. Muchos la sustituyen
por la solidaridad. Con ella se pueden vencer las tentaciones de
institucionalizar la avaricia y el acaparamiento de los bienes a costa de la
marginación de los más pobres.
José-Román
Flecha Andrés