viernes, 20 de junio de 2014

QUÉ DICE LA BIBLIA SOBRE…


 EL PODER Y LA AUTORIDAD

Para Max Weber “el poder significa la facultad o probabilidad, en el marco de una relación social, de implantar la propia voluntad incluso contra la resistencia.” La autoridad sería para él “la probabilidad de obtener obediencia a una orden de determinado contenido”.
La autoridad es necesaria para unificar los ideales individuales de la sociedad. Para obligar en conciencia, el ejercicio de la autoridad ha de desarrollarse dentro del orden moral y procurar el bien común. El poder exige responsabilidad. Pero el ejercicio de la autoridad puede desviarse de la búsqueda del bien común para ponerla al servicio de un grupo de presión o de los mismos que la ejercen.
Si toda forma de poder puede prestarse a abusos respecto a los más débiles, esto es especialmente verdadero cuando el poder se diviniza. Es dramática la tentación de adorar a las instituciones que apelan a Dios antes que al Dios al que dicen servir las instituciones.

1. PODER Y MISIÓN DE DIOS

Una experiencia humana tan fundamental como ésta del poder y la sumisión no podía permanecer al margen de las tradiciones bíblicas.
Dios es “omnipotente” (Ex 6,3; Job 29,5; Sal 91,1). La fe judía matiza esta concepción de forma que no signifique un atentado contra la libertad del ser humano, creado por Dios “a su imagen y semejanza” (Gén 1, 26-27).
 El poder de Yahvéh se muestra en la libertad y señorío con que crea el mundo (Gén 1,1) y en la protección amorosa que despliega sobre los seres humanos. Pero el poder de Dios se muestra, sobre todo, en la decisión de liberar a su pueblo de la esclavitud de Egipto con mano fuerte (Ex 3,19) y con brazo extendido (Dt 4,34).
Ahora bien, de este poder de Yahvéh participan los jueces de Israel, como Gedeón (Jue 6,12 ss), los reyes, como David (1Sam 2,10; 2Sam 7,9) y, siglos más tarde,  los hermanos Macabeos (1Mac 3,18 s). Con todo, el pecado de Babel ejemplifica la búsqueda indebida del poder por quien pretende ser como Dios. Quien no atiende a Dios no puede hacerse entender por sus hermanos (Gén 11).
El mismo pueblo de Israel se ha visto obligado a sufrir en Egipto el peso opresor del poder (Ex 5,2.6-18). A pesar de ese amargo recuerdo, también en Israel los poderosos han aplastado con frecuencia a los indefensos, según denuncian los profetas (Is 3,14 s; 10,1-2; Miq 3,9ss).

 Al gobernante israelita la “vocación de mando” le venía de una llamada divina que le confiaba la misión de “salvar” al pueblo (cf. Jue 2,16; 1 Sam 9,16; 2 Sam 19,10). Esa salvación significaba una liberación de los peligros que acechaban al pueblo en cada momento histórico.
- En primer lugar, había de garantizar la seguridad del pueblo frente a las amenazas exteriores, como hacen los jueces (cf. Jue 6,14; 11,5-6.32) y también David (2 Sam 3,18).
- El gobernante había de consolidar la unidad de la comunidad social y política, articulando instituciones que favorecieran la administración y funcionamiento del reino (2 Sam 8,16-17; 1 Re 21,8-11).
- La autoridad había de promover el bienestar material de su pueblo. Para ello proyectaría las defensas de las ciudades (2 Sam 5,9), la construcción de obras públicas oportunas (1 Re 9,23), al tiempo que promovería la industria y el comercio (1 Re 10,14-17).
- Junto a la prosperidad material, el gobernante había de promover los valores del espíritu y especialmente la educación y la tutela de los ideales morales y de comportamiento recto (Prov 25,1).
- A las autoridades políticas correspondía preservar la identidad religiosa de Israel, construyendo lugares de culto (2 Sam 7, 1-3; 1 Re 6-7), organizando el servicio sacerdotal (2 Sam 20, 25-26) y, manteniendo la fidelidad religiosa a la alianza con Dios (Jos 24, 25-26; 1 Re 8, 51.53).
- Finalmente, la autoridad política en Israel había de administrar justicia (2 Sam 8,15; 1 Re 3,9) y defender a las personas socialmente débiles (1 Sam 12,3-4).

  2. DEL PODER  AL SERVICIO MUTUO

En el Nuevo Testamento el poder de Dios se manifiesta de forma definitiva en la persona de Jesús de Nazaret (Mt 28,18ss). Ese poder de Dios se evidencia precisamente por medio de los milagros que lo acreditan como enviado de Dios (Hch 2,22) y prueban que Dios está con él (Jn 3,2; 9,33). De todas formas, una y otra vez, se repite que Jesús no busca ni anhela un poder mesiánico de alcance temporal o político (Mt 4,3-7; Jn 8,50). Jesús sólo aspira a cumplir la voluntad de su Padre (Jn 5,30) y a mostrarse siempre y en todo como un servidor de sus hermanos (Jn 13,12-16).
Los discípulos han de aprender, en consecuencia, que el primero de ellos ha de ser y comportarse como el esclavo de todos (Mc 9,34-35). El evangelio de Marcos repite esta lección fundamental a propósito de las pretensiones de predominio manifestadas por Santiago y Juan. Jesús denuncia a los jefes de este mundo, que gobiernan a las naciones como señores absolutos y las oprimen con su poder. En cambio entre los seguidores del Maestro, el que quiera ser el primero habrá de hacerse esclavo de todos, puesto que “el Hijo del hombre no ha venido a ser servido, sino a servir y a dar su vida como rescate por muchos” (Mc 10, 41-45.

3. SUMISIÓN A LA AUTORIDAD

En los escritos apostólicos se repite que es precisamente en virtud de la obediencia de Cristo  como son justificados los hombres (Rom 5,19; Flp 2,8.11). En consecuencia, el cristiano se define también por su obediencia al evangelio (2Tes 3,14) y por estar dispuesto a vivir esa nueva vida que se resume en la obediencia de la fe (Rom 1,5).
Ante la cuestión de la sumisión de los cristianos a las autoridades paganas, Pablo afirma el principio del origen divino del poder, siempre que sea legítimo y sea ejercido rectamente. Quien se opone a la autoridad se opone, por tanto, al orden divino. Quien actúa correctamente no debería temer al que gobierna que es un servidor de Dios para el bien, es decir, para hacer justicia y reprimir la maldad. Por tanto, es preciso someterse a la autoridad, no sólo por temor al castigo, sino también en conciencia (cf. Rom 13, 1-7).
Sin embargo, en los casos en los que se presenta un grave conflicto de fidelidades, el cristianos sabe que ha de obedecer a Dios antes que a los hombres, aunque se trate de los miembros del Sanedrín (Hch 4,19).
A lo largo de los siglos los seguidores de Cristo se verán situados en la disyuntiva de obedecer al poder de Dios o a los otros poderes que tratan de usurpar su dominio. Con frecuencia han de negarse a adorar a la bestia del poder que continuamente tiende a la autodivinización. Esa es la idea central del Apocalipsis. Ante el poder imperial que exige ser adorado, los seguidores del Señor han de mantener su fidelidad y su libertad. Su resistencia a esa idolatría puede llegar a costarles la pérdida de la propia vida (Ap 20,4).

Tanto los datos de la Escritura como la reflexión teológica nos llevan a pensar que el poder adquiere su calificación ética de los valores morales que se reflejan en la acción u omisión responsable a la que acompañan. El poder puede ser humanizador o deshumanizador: puede ayudar al ser humano a defender su dignidad y a las asociaciones y grupos a alcanzar sus objetivos más nobles.
 Tanto la reflexión como la práctica del poder habrán de prestar, en consecuencia, una sincera y operativa atención a los valores éticos que están en juego, como el bien común  y la solidaridad.

José-Román Flecha Andrés
Publicados en la revista "EVANGELIO Y VIDA".