EL PODER Y LA AUTORIDAD
Para
Max Weber “el poder significa la facultad o probabilidad, en el marco de una
relación social, de implantar la propia voluntad incluso contra la
resistencia.” La autoridad sería para él “la probabilidad de obtener obediencia
a una orden de determinado contenido”.
La
autoridad es necesaria para unificar los ideales individuales de la sociedad.
Para obligar en conciencia, el ejercicio de la autoridad ha de desarrollarse
dentro del orden moral y procurar el bien común. El poder exige
responsabilidad. Pero el ejercicio de la autoridad puede desviarse de la
búsqueda del bien común para ponerla al servicio de un grupo de presión o de
los mismos que la ejercen.
Si
toda forma de poder puede prestarse a abusos respecto a los más débiles, esto
es especialmente verdadero cuando el poder se diviniza. Es dramática la
tentación de adorar a las instituciones que apelan a Dios antes que al Dios al
que dicen servir las instituciones.
1.
PODER Y MISIÓN DE DIOS
Una
experiencia humana tan fundamental como ésta del poder y la sumisión no podía
permanecer al margen de las tradiciones bíblicas.
Dios
es “omnipotente” (Ex 6,3; Job 29,5; Sal 91,1). La fe judía matiza esta
concepción de forma que no signifique un atentado contra la libertad del ser
humano, creado por Dios “a su imagen y semejanza” (Gén 1, 26-27).
El poder de Yahvéh se muestra en la libertad y
señorío con que crea el mundo (Gén 1,1) y en la protección amorosa que
despliega sobre los seres humanos. Pero el poder de Dios se muestra, sobre
todo, en la decisión de liberar a su pueblo de la esclavitud de Egipto con mano
fuerte (Ex 3,19) y con brazo extendido (Dt 4,34).
Ahora
bien, de este poder de Yahvéh participan los jueces de Israel, como Gedeón (Jue
6,12 ss), los reyes, como David (1Sam 2,10; 2Sam 7,9) y, siglos más tarde, los hermanos Macabeos (1Mac 3,18 s). Con
todo, el pecado de Babel ejemplifica la búsqueda indebida del poder por quien
pretende ser como Dios. Quien no atiende a Dios no puede hacerse entender por
sus hermanos (Gén 11).
El
mismo pueblo de Israel se ha visto obligado a sufrir en Egipto el peso opresor
del poder (Ex 5,2.6-18). A pesar de ese amargo recuerdo, también en Israel los
poderosos han aplastado con frecuencia a los indefensos, según denuncian los
profetas (Is 3,14 s; 10,1-2; Miq 3,9ss).
Al gobernante israelita la “vocación de mando”
le venía de una llamada divina que le confiaba la misión de “salvar” al pueblo
(cf. Jue 2,16; 1 Sam 9,16; 2 Sam 19,10). Esa salvación significaba una liberación
de los peligros que acechaban al pueblo en cada momento histórico.
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En primer lugar, había de garantizar la seguridad del pueblo frente a las
amenazas exteriores, como hacen los jueces (cf. Jue 6,14; 11,5-6.32) y también
David (2 Sam 3,18).
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El gobernante había de consolidar la unidad de la comunidad social y política,
articulando instituciones que favorecieran la administración y funcionamiento
del reino (2 Sam 8,16-17; 1 Re 21,8-11).
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La autoridad había de promover el bienestar material de su pueblo. Para ello
proyectaría las defensas de las ciudades (2 Sam 5,9), la construcción de obras
públicas oportunas (1 Re 9,23), al tiempo que promovería la industria y el
comercio (1 Re 10,14-17).
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Junto a la prosperidad material, el gobernante había de promover los valores
del espíritu y especialmente la educación y la tutela de los ideales morales y
de comportamiento recto (Prov 25,1).
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A las autoridades políticas correspondía preservar la identidad religiosa de
Israel, construyendo lugares de culto (2 Sam 7, 1-3; 1 Re 6-7), organizando el
servicio sacerdotal (2 Sam 20, 25-26) y, manteniendo la fidelidad religiosa a
la alianza con Dios (Jos 24, 25-26; 1 Re 8, 51.53).
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Finalmente, la autoridad política en Israel había de administrar justicia (2
Sam 8,15; 1 Re 3,9) y defender a las personas socialmente débiles (1 Sam
12,3-4).
2. DEL PODER
AL SERVICIO MUTUO
En
el Nuevo Testamento el poder de Dios se manifiesta de forma definitiva en la
persona de Jesús de Nazaret (Mt 28,18ss). Ese poder de Dios se evidencia
precisamente por medio de los milagros que lo acreditan como enviado de Dios
(Hch 2,22) y prueban que Dios está con él (Jn 3,2; 9,33). De todas formas, una
y otra vez, se repite que Jesús no busca ni anhela un poder mesiánico de
alcance temporal o político (Mt 4,3-7; Jn 8,50). Jesús sólo aspira a cumplir la
voluntad de su Padre (Jn 5,30) y a mostrarse siempre y en todo como un servidor
de sus hermanos (Jn 13,12-16).
Los
discípulos han de aprender, en consecuencia, que el primero de ellos ha de ser
y comportarse como el esclavo de todos (Mc 9,34-35). El evangelio de Marcos
repite esta lección fundamental a propósito de las pretensiones de predominio
manifestadas por Santiago y Juan. Jesús denuncia a los jefes de este mundo, que
gobiernan a las naciones como señores absolutos y las oprimen con su poder. En
cambio entre los seguidores del Maestro, el que quiera ser el primero habrá de
hacerse esclavo de todos, puesto que “el Hijo del hombre no ha venido a ser
servido, sino a servir y a dar su vida como rescate por muchos” (Mc 10, 41-45.
3.
SUMISIÓN A LA AUTORIDAD
En
los escritos apostólicos se repite que es precisamente en virtud de la
obediencia de Cristo como son
justificados los hombres (Rom 5,19; Flp 2,8.11). En consecuencia, el cristiano
se define también por su obediencia al evangelio (2Tes 3,14) y por estar
dispuesto a vivir esa nueva vida que se resume en la obediencia de la fe (Rom
1,5).
Ante
la cuestión de la sumisión de los cristianos a las autoridades paganas, Pablo
afirma el principio del origen divino del poder, siempre que sea legítimo y sea
ejercido rectamente. Quien se opone a la autoridad se opone, por tanto, al
orden divino. Quien actúa correctamente no debería temer al que gobierna que es
un servidor de Dios para el bien, es decir, para hacer justicia y reprimir la
maldad. Por tanto, es preciso someterse a la autoridad, no sólo por temor al
castigo, sino también en conciencia (cf. Rom 13, 1-7).
Sin
embargo, en los casos en los que se presenta un grave conflicto de fidelidades,
el cristianos sabe que ha de obedecer a Dios antes que a los hombres, aunque se
trate de los miembros del Sanedrín (Hch 4,19).
A
lo largo de los siglos los seguidores de Cristo se verán situados en la
disyuntiva de obedecer al poder de Dios o a los otros poderes que tratan de
usurpar su dominio. Con frecuencia han de negarse a adorar a la bestia del
poder que continuamente tiende a la autodivinización. Esa es la idea central
del Apocalipsis. Ante el poder imperial que exige ser adorado, los seguidores
del Señor han de mantener su fidelidad y su libertad. Su resistencia a esa
idolatría puede llegar a costarles la pérdida de la propia vida (Ap 20,4).
Tanto
los datos de la Escritura como la reflexión teológica nos llevan a pensar que
el poder adquiere su calificación ética de los valores morales que se reflejan
en la acción u omisión responsable a la que acompañan. El poder puede ser
humanizador o deshumanizador: puede ayudar al ser humano a defender su dignidad
y a las asociaciones y grupos a alcanzar sus objetivos más nobles.
Tanto la reflexión como la práctica del poder
habrán de prestar, en consecuencia, una sincera y operativa atención a los
valores éticos que están en juego, como el bien común y la solidaridad.
José-Román Flecha Andrés
Publicados
en la revista "EVANGELIO Y VIDA".