LA TEMPESTAD
“Maestro,
¿no te importa que perezcamos?”
(Mc
4,38)
Señor Jesús, hemos leído muchas veces el episodio evangélico de la tempestad calmada. Nos horroriza imaginarnos a nosotros mismos sorprendidos en el mar por una borrasca que puede poner en peligro nuestra vida. Así que de forma instintiva pasamos al final del relato.
No podemos culparnos por ello. Nos gusta
recordar una escena que evoca tu dignidad y tu misión. Tú eres la Palabra
viviente y te levantas para imponer silencio al vendaval. Tú eres el Señor de
la creación y de la historia.
Solo
tú puedes dominar las fuerzas del mal que nos hacen sentir nuestra pequeñez,
nuestra debilidad, nuestra dramática vulnerabilidad. Y nuestro pecado. Solo tú
eres el Señor que puede poner armonía donde antes triunfaba el caos.
Sin
embargo, ante una pandemia de dimensiones planetarias, el papa Francisco nos ha
invitado a recordar el grito casi blasfemo de tus discípulos. A pesar de su
experiencia en el lago, se sintieron aterrorizados por la tormenta.
Seguramente
habían pasado otras veces por situaciones semejantes. Sin embargo, en esta
ocasión había un elemento que marcaba la diferencia. Tú viajabas con ellos en
la misma barca.
Es
verdad que tú ibas con ellos en la barca, pero dormías con tranquilidad y no te despertaban ni el bramido del
viento ni el vaivén de las olas. Comprendo
el terror de tus discípulos. Quizá temían más por tu vida que por la suya.
También
yo he vivido a veces en situaciones que me paralizaban. También yo me he
preguntado si de verdad tú viajabas conmigo. Peor aún, he llegado a preguntarme
si de verdad te importaba lo que yo estaba sufriendo y temiendo.
Señor Jesús, reconozco que soy un hombre de poca fe. Debería preocuparme más por ti que por mí. Hoy te ruego que tengas piedad de todos los que vamos en la barca, en la misma aventura, en la misma misión, en la misma esperanza. Ayúdanos a recordar que vamos contigo. Amén.
José-Román Flecha Andrés