LA SEMILLA
“Un hombre echa semilla en la tierra…
La
semilla germina y va creciendo, sin que él sepa cómo”
(Mc 14,22.24)
Señor Jesús, tú
comparaste el reino de Dios con un labrador que echa una semilla en la tierra. Durante
mucho tiempo yo solía fijarme en la semilla que crece por sí sola. Pensaba que
la semilla se identificaba con esa palabra que nos trae la vida y la verdad. Y
te daba gracias por ella.
Por sabias e ilustradas que parezcan, nuestras
palabras no son nada en comparación de la tuya. Tu palabra es tan sencilla que
todos pueden entenderla. Es tan humilde que puede quedar sepultada en el
silencio de la tierra. Es tan eficaz que puede remover las conciencias y
cambiar los corazones.
Con todo, ahora veo que
tú comparabas el reino de Dios con el hombre que echa la semilla en la tierra.
Sin él no habría siembra. Y la semilla se perdería o sería pasto de los
animales. Creo que tú has querido necesitarme, has respetado mi voluntad de
salir a sembrar y hasta mi decisión al elegir una semilla u otra.
Me alegra haber podido
colaborar en la sementera. Pero tú señalas que el labrador descansa y duerme
tranquilo, porque la semilla crece por sí sola. No es mi preocupación ni es mi
interés lo que la hace germinar y crecer. Yo no he podido crear la semilla. Y
no es mi reflexión lo que la lleva a dar el fruto deseado.
Es hermosa esa imagen de
la semilla que crece por sí sola. Por una parte, me invita a reconocer con
humildad que no son mis esfuerzos y afanes los que hacen crecer el reino de
Dios. Y, por otra parte, me exhorta a vivir con gratitud ese milagro de la
gratuidad de la llegada y del crecimiento del reino.
Gracias, Señor, porque has querido contar con mi colaboración al tiempo de la siembra de tu palabra. Y gracias porque me ofreces también la hermosa oportunidad de colaborar contigo a la hora de la cosecha de los frutos. Creo que no puedo desear nada más noble. Bendito seas por siempre.
José-Román Flecha Andrés