DONES DEL
ESPÍRITU Y DIGNIDAD HUMANA
Con
motivo de la fiesta de Pentecostés en muchos ambientes existe la costumbre de
regalar a los demás una estampa, una imagen o una tablilla que recuerda uno u
otro de los dones del Espíritu Santo. A muchos puede parecerles un gesto
infantil, superfluo y anticuado. Y eso por varias razones.
En
primer lugar porque la misma palabra ha caído en desuso. Hoy no se habla de
dones, sino de regalos. Y aun esa palabra resulta sospechosa. En este mundo,
tan marcado por el signo del interés, es muy difícil que alguien regale algo a
una persona con el tono de la más exquisita gratuidad. La experiencia ha
generado aquel refrán que dice: “El que regala bien vende, si el que lo recibe
lo entiende”.
Y
si esto pasa en las relaciones humanas, más difícil aún es la reflexión sobre
los dones divinos. Hoy hemos caído en la tentación de la autosuficiencia.
Pensamos que no necesitamos los dones de Dios, porque nos bastamos a nosotros
mismos. Creemos que nuestra astucia, nuestro ingenio o nuestra experiencia nos
ayudarán a prevenir los peligros, a evitarlos, a superarlos en el momento
oportuno.
No
es verdad. Accidentes de trabajo o de tráfico, enfermedades imprevistas,
abandono de las personas que amábamos, desprecios inexplicables por parte de nuestros
colegas y amigos. Todo debería llevarnos a recordar nuestra finitud, por
decirlo con una palabra que nos recuerda el pensamiento de Paul Ricoeur.
Pues
bien, la fiesta de Pentecostés trae a nuestra memoria y a nuestras
celebraciones cristianas la presencia del Espíritu, el verdadero don de Dios, y
el regalo de su dones. No nos vendría mal recordar el texto del profeta Isaías
en el que se anuncian los dones que enriquecerán la vida del Mesías.
Aquel
elenco de los dones mesiánicos nos ayuda a comprender que toda nuestra vida es
una espléndida cadena de dones de Dios. El Espíritu se hace presente con sus
dones en cada uno de los momentos de nuestra vida. Bastaría dejar de caminar
distraídos para quedar maravillados.
A
los cincuenta años de la canonización de san Juan de Ávila, podemos recordar la
belleza y profundidad de un sermón que él predicó en la fiesta de Pentecostés:
“¡Oh mercedes grandes de Dios! ¡Oh maravillas
grandes de Dios! ¡Quién os pudiese dar a entender lo que perdéis y también os
diese a entender cuán presto lo podríades ganar! Gran mal y pérdida es no
conocer tal pérdida, y muy mayor pudiéndola remediar, no la remediar. Quiérete
Dios bien. Quiérete hacer mercedes, quiérete enviar su Espíritu Santo. Quiere
henchirte de sus dones y gracias, y no sé por qué pierdes tal Huésped. ¿Por qué
consientes tal? ¿Por qué lo dejas pasar? ¿Por qué no te quejas? ¿Por qué no das
voces?”
Esta
fiesta del Espíritu Santo nos ayuda a descubrir con alegría y gratitud que
reconocer, aceptar y agradecer los dones de Dios no disminuye nuestra dignidad,
sino que la revela, la sostiene y la
manifiesta.