martes, 2 de abril de 2019

CADA DÍA SU AFÁN - 6 de abril de 2019

                                                                      
EL SILENCIO DEL QUE ORA
A veces se dice que hay silencios que matan. Y seguramente es así. Cuando entran en crisis las relaciones entre las personas que se aman, es muy frecuente que se quiebre la comunicación. Una palabra amiga podría suavizar las heridas y facilitar la comprensión y el perdón. Pero el silencio bloquea la posible apertura. Y los sentimientos se enrarecen hasta desembocar en una ruptura sin aparente solución.  
Pero hay otras muchas ocasiones en las que el silencio es como un bálsamo sobre las heridas. De hecho, puede ser la mejor forma de expresar la compañía en tiempos de tragedia y desamparo. También en este caso el silencio es más expresivo de lo que se pudiera imaginar. No transmite dureza, sino ternura. El silencio es entonces una elocuente revelación del mejor sentimiento, no la más ácida expresión del resentimiento. 
Pasando a un escenario abierto a la trascendencia, se puede afirmar que también es un tanto ambigua la pretendida experiencia del silencio de Dios. A lo largo de la vida oímos a muchas personas lamentarse de que Dios no las escucha y no les muestra el camino que han de seguir. Seguramente necesitan prestar atención a los numerosos signos y a las voces con las que Dios se expresa continuamente.
Pero también conocemos a otras personas que parecen haber decidido amordazar a Dios. Tal vez lo han escuchado durante algún tiempo, más o menos largo, más o menos lejano. Pero un día decidieron tomar un camino que no responde al proyecto divino sobre la peripecia humana.  Por eso prefieren acallar a Dios. Viven como si Dios no existiera. Les conviene creer que Dios es mudo.
En su libro Vida en comunidad, Dietrich Bonhoeffer (1906-1945) escribió que “el silencio puede no ser más que un horrible desierto lleno de terror, o bien un paraíso artificial, pero lo uno no es mucho mejor que lo otro”. Ante los silencios humanos y el pretendido silencio de Dios, es imprescindible preguntarnos si somos capaces de hacer silencio para escuchar a Dios.
El mismo teólogo y pastor, que había de rubricar su fe con el martirio en los últimos coletazos del nazismo, escribía a continuación: “Sea como fuere, nadie debe esperar del silencio otra cosa que el sencillo encuentro con la palabra de Dios, razón por la cual se ha refugiado en el silencio”.
En otros tiempos, la cuaresma y la Semana Santa eran tiempos fuertes en los que muchos creyentes hacían silencio para prestar una mayor atención a la palabra de Dios.
Hoy se impone el ruido. Sin embargo, todavía es significativo que algunos creyentes salgan a la calle desafiando la algarabía de la plaza o los improperios de la blasfemia. Se puede decir que el anuncio del evangelio se apoya en la palabra de los que creen y también en el silencio de los que oran.
                                                              José-Román Flecha Andrés