PROFETA Y MÁRTIR
Ha sido impresionante la canonización del papa
Pablo VI y la de monseñor Oscar Arnulfo Romero, junto a otros cinco hermanos y
hermanas elevados a los altares. Toda una multitud de personas llegaron de El
Salvador para asistir a la glorificación de aquel arzobispo, tan valiente
defensor de los pobres, o mejor de los empobrecidos.
Hace exactamente cuarenta años, el obispo Romero decía: “Muchos
quisieran que el pobre siempre dijera que es “voluntad de Dios” vivir pobre. No
es voluntad de Dios que unos tengan todo y otros no tengan nada. No puede ser
de Dios. De Dios es la voluntad de que todos sus hijos sean felices”
(10.9.1978).
Tenía razón. Es una blasfemia afirmar que Dios manda la pobreza
y el hambre, el analfabetismo o el desempleo. Esas situaciones no obedecen a la
fatalidad, sino a la injusticia asentada sobre la tierra. Dios no puede querer
que muchos de sus hijos carezcan de un techo bajo el que cobijarse.
Pocos días después, monseñor Romero decía algo que sonaba como
una interpelación: “Cuando se le da pan al que tiene hambre lo llaman a uno
santo, pero si se pregunta por las causas de por qué el pueblo tiene hambre, lo
llaman comunista y ateísta. Pero hay un “ateísmo” más cercano y más peligroso
para nuestra Iglesia: el ateísmo del capitalismo, cuando los bienes materiales
se erigen en ídolos y sustituyen a Dios” (15.9.1978).
Al año siguiente tenia lugar
en Puebla de los Ángeles la III Conferencia del Episcopado
Latinoamericano. El llamado “Documento de Puebla” diría que el servicio profético
lleva a anunciar dónde se manifiesta el Espíritu y a denunciar dónde opera el
misterio de iniquidad, tanto en los hechos como en las estructuras (n. 267).
El mismo Documento afirmaría que “frente a la situación de
pecado surge por parte de la Iglesia el deber de la denuncia, que tiene que ser
objetiva, valiente y evangélica, que no trata de condenar sino de salvar al
culpable y a la víctima” (n. 1269).
Monseñor Romero había recibido ese ministerio profético que hace
de él uno de los grandes defensores de los derechos humanos. Pero nadie
defiende al oprimido sin enemistarse con el opresor. Esa experiencia secular le
convertía en un candidato a las amenazas de muerte, como él mismo reconocía.
Sin embargo, no lo amordazaba el miedo. Lo sostenía la esperanza,
como lo manifestó el día 24 de marzo de 1980: “El Reino está ya misteriosamente
presente en nuestra tierra; cuando venga el Señor, se consumará su perfección.
Esta es la esperanza que nos alienta a los cristianos. Sabemos que todo
esfuerzo por mejorar una sociedad, sobre todo cuando está tan metida esa
injusticia, es un esfuerzo que Dios bendice, que Dios quiere, que Dios nos
exige”. Ese mismo día lo mataron,
mientras celebraba la misa en un hospital.