LA SOLEDAD
DEL SÁBADO SANTO
La soledad, como
el amor, se vive, se padece o se disfruta, pero es difícil de razonar y de
explicar a los demás. En su Diario íntimo, Miguel de Unamuno ha
confesado que en otro tiempo buscaba la compañía y huía de la soledad, pero con
el tiempo había aprendido a meditar lo que había pensado y a verle el fondo y
el alma, y por eso amaba más la soledad, aunque todavía poco.
La
soledad es ocasión para el encuentro profundo con uno mismo, es decir, con el
ideal de verdad, de bondad y de belleza que el ser humano anda buscando durante
toda su vida. En este punto de vista se situaba María Zambrano cuando escribía:
“Sólo en soledad se siente la sed de verdad”.
La
soledad nos parece buena, fecunda y
deseable cuando prepara o redondea la riqueza de la convivencia y el encuentro
con los amigos y con las personas queridas. Es decir, cuando la soledad es
asumida con alegría y sin amargura. Cuando es signo del compromiso y del amor.
Pero
la soledad es dolorosa cuando está originada por la pérdida de las personas
queridas. Nacido del amor y nacido para el amor, el ser humano se siente como
íntimamente mutilado cuando le faltan las personas más profundamente amadas.
La
piedad popular suele dedicar la jornada del Sábado Santo a meditar sobre la
soledad de María, la Madre de Jesús.
En
uno de sus sermones san Juan de Ávila contempla los dolores de la Madre al pie
de la cruz de su Hijo, sus expresiones ante el cuerpo muerto de su hijo y su despedida en el momento del santo
entierro.
Mientras
regresa del Calvario, la acompañan los lamentos de las mujeres de Jerusalén:
“¡Oh lastimada mujer! Sola y desamparada, ¿qué harás? ¿Con quién te consolarás?
¿A quién contarás tus males? ¿Qué corazón te basta a no desfallecer, habiendo
perdido tal Hijo y habiéndolo con tus propios ojos visto padecer tantos
tormentos y tan sin culpa?”.
Al
llegar al Cenáculo, María prorrumpe en sentidas exclamaciones que, sin duda,
serían del gusto del auditorio popular que escuchaba al predicador: “Oh Hijo y
Señor mío, compañía mía, ¿dónde quedas? ¿Es posible que venga yo, dejándote a
ti sepultado? ¡Anoche estabas aquí con tus discípulos, y agora te dejo debajo
de la tierra! ¿Qué va, Señor mío, de hora a hora? ¿Adónde iré que te halle?
¿Adónde iré que me alegre, faltándome tú?”.
El duelo de
María se percibe especialmente en ese deseo imposible de acompañar a su Hijo
amado más allá de la frontera de la muerte. Sin embargo, a pesar de su dolor y soledad, se interesa por la
suerte que han podido correr los discípulos de su Hijo y envía a Juan a
buscarlos por la ciudad.
Finalmente,
el predicador invita a los fieles que le escuchan a acompañar a María en su
soledad, al igual que hicieron los apóstoles en aquella tarde y noche que
siguió a la muerte de Jesús.
José-Román
Flecha Andrés