lunes, 2 de junio de 2014

LECTIO DIVINA-MARTES 7ª SEMANA DE PASCUA-A


Hch 20,17-27
Jn 17,1-11a

Habiendo dicho estas cosas, Jesús miró al cielo y dijo: “Padre, la hora ha llegado. Glorifica a tu Hijo, para que también tu Hijo te glorifique a ti. Pues tú has dado a tu Hijo autoridad sobre todos los hombres, para que dé vida eterna a los que le confiaste. Y la vida eterna consiste en que te conozcan a ti, el único Dios verdadero, y a Jesucristo, a quien tú enviaste. Yo te he glorificado aquí en el mundo, pues he terminado lo que me encargaste que hiciera. Ahora pues, Padre, dame en tu presencia la misma gloria que yo tenía contigo desde antes que existiera el mundo. A los que del mundo escogiste para confiármelos, les he hecho saber quién eres. Eran tuyos, y tú me los confiaste y han hecho caso a tu palabra. Ahora saben que todo lo que me confiaste viene de ti, pues les he dado el mensaje que me diste y lo han aceptado. Han comprendido que en verdad he venido de ti, y han creído que tú me enviaste. Te ruego por ellos. No ruego por los que son del mundo, sino por los que me confiaste, porque son tuyos. Todo lo mío es tuyo y lo tuyo es mío; y mi gloria se hace visible en ellos. Yo no voy a seguir en el mundo, pero ellos sí van a seguir en el mundo, mientras que yo voy para estar contigo”.

Preparación: Creemos y decimos que actuamos para la mayor gloria de Dios. Pero, si somos sinceros, hemos de reconocer que a veces solo buscamos nuestra mayor gloria. Ese es uno de los signos de la “mundanidad” que tienta con frecuencia a todos los llamados a anunciar el Evangelio. La liturgia de hoy nos invita a examinar esos deseos de gloria que a veces nos sofocan.

Lectura: En Mileto, Pablo se despide con palabras conmovedoras de los presbíteros de la Iglesia de Éfeso. Ante ellos confiesa que ha servido al Señor con humildad y que ha anunciado enteramente el plan de Dios. En Jerusalén, Jesús se despide de sus discípulos, orando por ellos ante el Padre. Él ha recibido la gloria de su Padre y ha vivido para la gloria del Padre. A ese diálogo eterno ha querido asociarnos. Por nosotros ruega en la hora del adiós.

Meditación: • No podemos olvidar la gloria del Padre celestial. Nuestras alabanzas no le añaden nada. La gloria de Dios se manifiesta en la gratuidad del amor que nos profesa y que nos ha mostrado en Jesucristo: en su vida y en su muerte. • No podemos olvidar la gloria de Jesucristo. No son los hombres los que lo han glorificado. Es el Padre el que lo ha cubierto de la gloria de su amor. • Asociándonos a Jesús, nosotros repetimos la hermosa plegaria del prefacio común IV: “Tú no necesitas nuestra alabanza, ni nuestras bendiciones te enriquecen. Tú inspiras y haces tuya nuestra acción de gracias, para que nos sirva de salvación, por Cristo nuestro Señor”.

Oración: “Te pedimos, Dios de poder y misericordia, que envíes tu Espíritu Santo, para que, haciendo morada en nosotros, nos convierta en templos de su gloria. Por Jesucristo nuestro Señor. Amén”.

Contemplación: Terminado el discurso de despedida, el evangelio según San Juan nos resume la llamada oración sacerdotal de Jesús. En el mismo escenario de la “sala de arriba”, contemplamos a Jesús como el gran orante y nuestro intercesor ante el Padre.  Jesús ve a sus discípulos como un don que el Padre le ha concedido. Además afirma que ellos han aprendido a creer. Evidentemente el Maestro aprecia y valora a sus discípulos. En esta hora solemne parece olvidar las tentaciones que los han llevado a dudar. Todo es gracia.

Acción: En su exhortación apostólica La alegría de la fe, el Papa Francisco nos invita a practicar la oración de intercesión (nn. 281-183). Nos unimos a Jesús para orar por todos los que han sido llamados a la fe y al seguimiento del Maestro.

                                                                                     José-Román Flecha Andrés