“Id también vosotros a mi viña”
(Mt 20,7)
Señor Jesús,
muchas veces he recordado la parábola evangélica sobre los jornaleros
contratados para trabajar en la viña. Recuerdo las protestas de los que
trabajaron desde la primera hora del día y se sintieron agraviados, al ver que
los últimos llegados recibían el mismo salario que ellos.
Algún día me
explicaron que seguramente los jornaleros de la última hora se habían apresurado
a desarrollar su trabajo de forma que igualaron el resultado de los primeros.
Me parece que esa forma de querer justificar a Dios indica que no se ha
comprendido la grandeza de su misericordia y el alcance de la gratuidad de sus
dones.
Por otra parte, creo que debo
aplicarme la respuesta del dueño de la viña. Volviendo la vista atrás, veo que
en muchos momentos de mi vida he caído en la tentación de la envidia. Es cierto
que considero que es justo lo que he recibido. Pero tengo
que admitir que a veces miro con una cierta ansiedad lo que han recibido los
demás.
Y, entre tanto,
olvido que el mayor premio que puedo recibir al final de la jornada es
precisamente el honor de haber sido invitado a trabajar en la viña del Reino de
Dios. Él me ha confiado la viña de sus amores. ¿Es que nunca llegaré a
comprender que nada hay tan grande como gozar de la confianza de Dios?
Ahora ha llegado ya
la hora de la tarde. Estoy convencido de que ningún salario puede igualar el inmenso
valor de la llamada. Ha sido una fuente de alegría poder dedicar mi tiempo y mi
vida a esa viña en la que se concentra la atención y el amor de Dios.
Señor Jesús, yo
sé que la viña no es solo el campo al que tú dedicaste toda tu existencia. Tú
dijiste que eres la vid y nosotros los sarmientos. Sin permanecer unido a ti
nunca podré llegar a dar fruto. Eso es. No se trata de recibir un denario. He
sido llamado a dar el fruto que depende de tu savia. Nada más puedo desear.
José-Román Flecha Andrés