SOBRE EL TRÁFICO
El
primer domingo de julio se celebra la Jornada de Responsabilidad del Tráfico.
Este no es un asunto ajeno a la reflexión ética. Ya el profesor Bernhard Häring dedicaba unas breves líneas a la
obligación moral de evitar en lo posible los accidentes, “aplicando atención,
moderación en la velocidad y observación de las normas del tráfico”.
Es
evidente que el tráfico y la movilidad son fenómenos que caracterizan de forma
muy especial a esta sociedad. El uso de los carburantes derivados del petróleo
y el avance de la técnica han hecho posible que las personas se trasladen de un
lugar a otro, por tierra, mar y aire, con una velocidad que nadie podría haber imaginado en épocas pasadas.
Ahora
bien, las posibilidades técnicas siempre traen consigo unas cuantas preguntas
de tipo ético. No todo lo que es posible hacer ha de poder llevarse a cabo. O,
al menos, la realización de tales posibilidades siempre habrá de despertar
algunos interrogantes éticos. El viajero que de
pronto se encuentra atrapado en una fila interminable de vehículos se lamenta y
se impacienta. A veces se pregunta por las causas de esos desastres, pero casi
siempre los atribuye a los demás. Muy raras veces examina su propia
responsabilidad.
Con una ironía
que parece reflejar la realidad de cada día, el escritor francés Pierre Daninos
dijo alguna vez que “la causa más
importante de los accidentes de tráfico es que los hombres ponen en sus coches
tanto amor propio como gasolina”.
Ese amor propio, responde a nueva concepción
del ser humano. La técnica moderna nos ha llevado a creernos superhombres. De
hecho, ha inyectado en nosotros la convicción de que somos capaces de ejercer
un dominio casi absoluto sobre el tiempo y el espacio, esas coordenadas en las
que necesariamente se sitúa nuestra diaria peripecia.
El
Concilio Vaticano II lamentaba las conductas de “quienes profesan amplias y
generosas opiniones, pero en realidad viven siempre como si nunca tuvieran
cuidado alguno de las necesidades sociales”. Entre los que menosprecian las
leyes y las normas sociales, mencionaba a quienes “subestiman ciertas normas de
la vida social; por ejemplo, las referentes a la higiene o las normas de la
circulación, sin preocuparse de que su descuido pone en peligro la vida propia
y la vida del prójimo” (GS 30).
La
ética referente a las personas implicadas en el tráfico ha de preguntarse por
qué prefieren éstas el desentendimiento al entendimiento, el descompromiso al
compromiso, la ignorancia del otro a la atención empática del otro.
El
mundo no puede ser calificado como desarrollado solamente en virtud de los
progresos técnicos, sino sobre todo por sus avances éticos. Y en esa tarea estamos comprometidos tanto
los creyentes como los no creyentes. A fin de cuentas, como escribía el poeta
León Felipe, “el hombre es lo que importa”.
José-Román Flecha Andrés