EL PUDOR Y LA VERGÜENZA
No es fácil encontrar un buen escrito sobre el
pudor. ¿El pudor? A muchas personas de hoy ya ni les suena esta
palabra. Tener pudor o manifestar pudor les parece una antigualla, una
mojigatería. Esa ignorancia y desprecio del término tal vez se deba al hecho de
haber reducido el pudor al ámbito o de
la vivencia de la sexualidad.
En un tiempo en el que es habitual mostrar
el cuerpo humano y hacer del desnudo un espectáculo y un reclamo comercial, ¿qué
sentido puede tener hablar del pudor? A muchos el pudor les parece un
encogimiento ridículo o un miedo a considerar el valor del cuerpo.
Pero no es así. El pudor es una alarma,
que salta cuando la persona se siente invadida en su intimidad o utilizada con
descaro. En su exhortación Amoris
laetitia, dice el papa Francisco que el pudor “es una defensa natural de la
persona que resguarda su interioridad y evita ser convertida en un puro objeto”.
El pudor es una afirmación de la dignidad de la persona.
“Sin el pudor -dice el Papa- podemos
reducir el afecto y la sexualidad a obsesiones que nos concentran solo en la
genitalidad, en morbosidades que desfiguran nuestra capacidad de amar y en
diversas formas de violencia sexual que nos llevan a ser tratados de modo
inhumano o a dañar a otros” (AL 282).
Sin embargo, el pudor no puede reducirse
solamente al ámbito de la sexualidad. De hecho, el pudor es el testimonio de la
más valiosa autoestima. De esa estima de los valores éticos que configura la
silueta moral de la persona y el panorama de toda una sociedad que aprecie y
promueva los derechos humanos.
En italiano, llamar a uno “spudorato” es
una de las mayores ofensas que se pueden imaginar. No tener pudor es haberse
acostumbrado a la maldad hasta el punto de no avergonzarse de ella. Pero en
nuestra cultura llamar a uno “sinvergüenza” es casi un gesto de camaradería y
de amistad.
El panorama social es evidentemente mejorable.
Todos los días tenemos noticias de hechos o dichos que deberían avergonzar al
pirata más encallecido en el ejercicio de sus piraterías. Según George Bernard
Shaw, “cuando
un hombre estúpido hace algo que le avergüenza, siempre dice que cumple con su
deber”.
En nuestros días, a muy pocos les
perturba ser sorprendidos en su corrupción. Muy pocos se avergüenzan de haber
traicionado la confianza que los demás habían depositado en ellos. En realidad,
han traicionado lo más valioso de su propia conciencia. Con razón se puede
sospechar que han perdido el sentido del pudor.
De tan normal como se ha hecho la
corrupción, parece que ha llegado a
convertirse en normativa. Ante el espectáculo de esa desvergüenza, sería bueno
recordar un atinado pensamiento de Baltasar Gracián: “Hemos
de proceder de tal manera que no nos sonrojemos ante nosotros mismos”. Esa es
la epifanía más auténtica del pudor.
José-Román Flecha Andrés